martes, 19 de junio de 2012

Antes de que vuelvas a ser olvido. Un relato de Mª José Villarroya.


El siguiente relato es un regalo. Un regalo de Mª José Villarroya. Una preciosa evocación de cómo la memoria construida rescata la historia del olvido, un texto que une mi pintura, el proceso que Mª José conoce y su literatura. Mª José ha sido finalista del Premio Rendibú con el relato "Espérame en el cielo".

La imagen es el cuadro "La nena" en la exposición La traición de la memoria, que da lugar a este emotivo relato.



Antes de que vuelvas a ser olvido
                                                                      
Mª José Villarroya Durá


Sentada frente al piano, la nena no sabe dónde está. ¿Qué lugar es este amplio salón de paredes blancas? Olegaria no recuerda haber estado antes aquí. Sobre los muros puede ver muchos cuadros pero no hay espejos ni cuelga del techo una lámpara de araña, así que no es en un salón de baile. Donde está, frente al piano, ella sobresale por encima de cualquiera de los invitados del salón (como si la hubieran puesto sobre una tarima y ocupase el centro de uno de los laterales). Esas dos razones hace ya rato que la llevaron a asumir que ella debe ser la pianista y que los invitados han venido a su concierto. Vuelve a sentirse inquieta. Es mucha responsabilidad.

La nena querría esconderse entre las faldas de su mamá o de cualquiera de sus hermanas pero ninguna de ellas se encuentra cerca. A pesar de que está acostumbrada a esta soledad, la pierden sus escasos nueve años y esta poca memoria que siempre la traiciona.

No recuerda haber tocado ninguna pieza al piano. ¿Qué música habrá interpretado? ¿Le habrá salido bien? La nena busca en su memoria. Y busca en vano. Porque no encuentra respuestas. No sabe qué pensar. No recuerda que supiera tocar el piano, pero tampoco tiene la certeza de no saber hacerlo. Hace ya tanto tiempo que fue, tanto, tanto, que apenas guarda memoria de sí misma.

Sentada frente al piano, la nena es una enredadera de vacíos y certezas, de verdades y ausencias, de la traición de la memoria. Por pequeña que parezca, Olegaria ha aprendido algunos secretos a golpe de destino. Tan pequeña y ya tiene noción de que el recuerdo es líquido, como líquida fue esa infancia que se resbaló de su cuerpecito de niña. La memoria que fluye y que se estanca a veces, que se desliza entre los dedos, que se detiene y forma un último remolino antes de desaparecer. ¿Quién podría retenerla? Hay muchas cosas que ella querría saber. Pero las ha olvidado.

La vida es un sueño remoto, una sucesión de claroscuros inconexos, escenas veladas donde confunde rostros, signos, restos, señales y fragmentos que no sabe reconstruir. No puede distinguir lo que inventó de lo que fue. Y Olegaria tiene miedo de volver a ser olvido. Porque de él ha venido.

Sentada frente al piano, tal y como le ordenó el fotógrafo, en esa misma posición, la nena observa atenta cómo los invitados van llegando. Muchos bajaron y subieron por las puertas de Murcia o la calle del Aire y a la altura del gran hotel buscaron el palacio de Molina. La nena estaría encantada si supiera que está en un palacio pero nadie se lo ha dicho. Lo ignora. Igual que desconoce las calles de Cartagena, una ciudad ajena. Es curioso porque en el recuerdo de los invitados, esta niña quedará para siempre ligada a esta ciudad en la que nunca estuvo.

Olegaria no termina de comprender  qué está pasando en la sala ni cuáles son las extrañas leyes por las que se rige el público que ha acudido a verla tocar. ¿Y por qué no aplaudieron? ¿A qué andan esperando? Desfilan entre besos y saludos. Ella estira la espalda, como hacen las artistas y, en cuanto se le olvida, vuelve a balancear sus pies de niña.

Sentada frente al piano, la nena se sorprende de lo que ven sus ojos. No reconoce a ninguna de las personas que se saludan y se besan, sólo al hombre del traje negro, ese que sonríe de pie junto a la mujer que asemeja la reina de las nieves. Son muchas las preguntas: ¿Quién es toda esta gente que ha venido al concierto que ella cree haber dado? ¿Por qué visten así? ¿Quién daría la orden de venir disfrazado? Tal vez eso no importe demasiado porque la nena se sabe guapa, muy guapa, casi tanto como su hermana Ángela (que parecía una princesa el día de su boda).

Olegaria cree recordar que fue para ese día que mamá le compró este vestido de raso con tres volantes blancos que ahora luce. Aquel día jugó a hacer equilibrios: la junta de las losas era una cuerda floja y Olegaria una funambulista que se acercó al altar sobre la cuerda. Con la vista en el frente y las manos atentas en el cestito de arras. De blanco y con volantes.

Sentada frente al piano, la nena sigue observando a los invitados sin dar señas de impaciencia. Sí, decididamente fue mejor ignorar que había que venir disfrazado. Con el vestido que le hizo la modista para la boda de Ángela, ella está mucho, mucho más bonita. Le copiaron un patrón de El espejo de la moda para que fuera como las niñas de París. Estas señoras llevan unas faldas muy cortas con las que enseñan las rodillas. Si las viera papá diría que son casquivanas y frívolas. Esas palabras no las ha olvidado. Las señoras casquivanas y frívolas no sabe Olegaria de donde son, pero visten vestidos más cortos de lo debido. Y si además cantan, entonces son cupletistas. Pero éstas no parece que canten.

Se está desesperando. ¿Por qué nadie la aplaude después de su concierto? ¿Qué debe hacer ahora? Sería divertido bajar del taburete y jugar a dar vueltas sobre sus zapatitos. Sería muy divertido. Sólo que tiene miedo de moverse. Son ya muchos los años que pasó en el olvido y Olegaria teme no existir más allá de la prisión de esta fotografía.

Sentada frente al piano, la nena, decíamos, observa los grupos de personas que se acercan, se funden en sonoros besos, se mantienen cercanos un instante y se disuelven de nuevo como la espuma leve de las olas en un tranquilo día de playa. Aunque ya no espera volver a verla, sigue buscando entre los rostros a su madre, a su padre, a sus hermanas, pero nadie encaja con los recuerdos que guarda de ellos. ¿Y si la hubiera olvidado? Es consciente de que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, ¿cuánto?, no podría decirlo. Y, además, ¿de qué habla cuando piensa en entonces? ¿A qué suceso alude? ¿A qué momento vuelve?

Para la nena, mamá es la imagen de unas manos en el delirio de la fiebre que la consumió. Es el consuelo de los besos, los ojos que te envuelven, el pecho que te arrulla. Es la voz que te abraza, el grito final que Olegaria ya no pudo escuchar y los llantos desconsolados que siguieron a su muerte.  ¿Qué rostro tenían todas esas cosas, esos recuerdos en que se ha convertido su madre ahora que parece haberla olvidado? La nena tiene miedo. No quiere ser olvido. Porque ya estuvo en él y sabe lo que dice. Cuando no era memoria. Cuando no era dolor. Ni nostalgia siquiera. Cuando sólo era nada.

            Sentada frente al piano, la nena no reconoce a nadie. Sólo al hombre de negro. Debe ser importante en esta casa porque todos aquí le felicitan, le abrazan le dan golpes cariñosos en el hombro. Le tienen mucha estima. Es el único que le inspira una cierta confianza. Ha estado mucho tiempo junto a ella, observándola con un mimo y una delicadeza que le recuerdan a Olegaria los besos de su madre. Reconoce su aliento y hasta el ritmo sereno de su respiración. Olegaria lo mira y no sabría explicarlo. Se pregunta quién es este hombre en quien ella adivina una luz conocida, un recuento de las ausencias que añora, un gesto familiar que antes vio en las pupilas de sus hermanas.

Cuando el hombre de negro y con barba la mira, Olegaria está segura de que él la ha rescatado del olvido.

Sentada frente al piano, la nena tiene muchas ganas de llorar al ver que no la aplauden y  que se ha puesto a pensar en todas estas cosas tristes y en su mamá a la que inútilmente busca. Los invitados se detienen frente a ella. La miran con ternura con un gesto de interrogación. Parecen preguntarse quién sería esta niña que hace tanto que fue. ¿Quién fue y a qué jugaba? ¿Qué sueños soñaría? ¿Qué miedos temería? ¿Qué se llevó sus años incompletos, esa infancia inconclusa dormida para siempre? Ella ya no sabría responderles.

La miran como si fuera posible llevársela grabada en sus retinas y no les traicionara la memoria. La observan tratando de recordar los bucles de su pelo, el balanceo ingenuo de sus pies infantiles que no alcanzan a pisar aún los pedales, el arco de sus cejas, su mirada perdida, tan distante, tan tierna. La miran cómplices, sonrientes, rendidos ante su ingenuidad evidente y su dulzura contagiosa.

A la nena le gusta. No importa la traición de la memoria. No importa que no sepan que ella todo lo ignora sobre escalas y arpegios, que nunca estuvo aquí, que murió de las fiebres, que se llama Olegaria y que ha olvidado el rostro de su madre después de un siglo detenida sobre este taburete frente al piano. Cualquier cosa valdría. Cualquier memoria vale antes de que ella vuelva a ser olvido. 




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