lunes, 14 de noviembre de 2016

DOMENICO GHIRLANDAIO


En junio de este año Salvador Torres y yo dimos una conferencia en el MURAM sobre seis pintores que titulamos "Acerca del artista". Formaba parte de las actividades de la exposición La luz, el eco, y cada uno eligió a tres artistas por razones absolutamente libres. Los míos fueron Domenico Ghirlandaio, Richar Long y Anselm Kiefer. 

Publico los textos que formaron parte de esa conferencia. Uno de ellos ya lo publiqué en otra entrada, pero lo publico de nuevo para que aparezcan juntos.








         DOMENICO GHIRLANDAIO







Has muerto Giovanna degli Albizzi Tornabuoni. Santa María Novella acogerá tu cuerpo. Llorarán por ti durante días, rezarán todas las semanas durante cien años en la capilla que construirán en Cestello los Tornabuoni, Giovanni, tu suegro, y Lorenzo, tu marido.

Los Albizzi importan menos, ya pagaron tu dote, llorarán más por su hija perdida y por lo ganado perdido, pero de ti hablarán los receptores de la belleza.
La muerte ronda a los Albizzi y a los Tornabuoni como a toda Florencia, la muerte llueve, todo lo que puede tocar lo moja.

Doménico fue llamada a la presencia de Giovanni Tornabuoni: “Pintarás en Santa María Novella los frescos de mi capilla. Pintarás en ellos a Giovanna, la ascenderás por encima del altar a lo más alto de la nobleza. Somos, será ella Tornabuoni para siempre. Toma las medallas de Nicolo Fiorentino, estudia los frescos de Boticelli. Busca el parecido, pero eso no importa tanto, será ella. Busca el coral rojo, las perlas, los símbolos sagrados; o no, los símbolos, quiero que sea la belleza y la virtud, el amor y la nobleza. ¿Qué tiene más nobleza que la belleza?¿Qué es más sagrado que la nobleza? Ella estará a la altura de la Virgen, y hablará de esta familia mejor que mi hijo Lorenzo. Retírate Doménico: pintarás los frescos y a ella por encima de todo. El arte no es inocente, que sea testimonio de nosotros.

Doménico piensa en la historia, en la sociedad que quiere verse reflejada en la pintura, que quiere ver en las formas claras del arte sus valores ideales, verse a sí misma y tomar conciencia de su sitio en la historia, culto, elevado. Doménico piensa que no tiene que cambiar las cosas, que el arte tiene que ser documento y testimonio. Lo hará. Mirará los frescos de Boticelli, pero no su manera, porque lo considera un esteta un poco arcaico, todo ideal, y él no quiere ser ni idea ni fenómeno. Seguirá el perfil de la moneda de Fiorentino, tan noble, tan romano.

Lorenzo Tornabuoni, viudo todavía desconsolado de Giovanna, llama a Doménico. He visto los frescos de la capilla que te encargó mi padre. Quiero su retrato, quiero que esté en mi palacio, en mis estancias. Quiero que esté allí y sea todo, que de él salgan los hilos que mueven a esta familia. Ella tiene que ser el centro del mundo, recuerdo y modelo. No importa su origen ni el poco tiempo que estuvo entre nosotros, la muerte tan pronta la salva de todo, será así para siempre, ninguna actuación la afectará, excelsa, digna, intocable. Quien sabe si a mí me pasará lo mismo. ¿Lo entiendes, Doménico?. La quiero así en mis estancias, igual que en la capilla. Allí la ve el pueblo, aquí la veré yo y mi familia siempre. Nuestra boda la disfrutó toda la ciudad, una boda aristocrática, todo el pueblo conoció su encanto y su belleza, y todo el pueblo la lloró. Se hablará de ella como Giovanna Tornabuoni. No quiero sólo un retrato, quiero algo más, quiero el César, la reina, el honor y el orgullo de esta familia. Y ahora Doménico, como dicen los Médici, “Festina Lente”.

Doménico camina de vuelta a su taller y se afirma en su idea del arte como documento y testimonio. Pero ¿qué historia contarán estos cuadros? ¿La historia de quién, del pueblo o de los grandes mecenas, del poder? No deja de incluir los personajes reales en las obras religiosas, pero duda que sólo ellos sean la sociedad. Pero es dócil. Alcanzado su lugar será dócil con sus mecenas, a favor de su tiempo, pero no para cambiar el tiempo.

El cuadro cambiará de manos y perderá el aura de los Tornabuoni cuando Lorenzo pierda su cabeza decapitado en el Bargello pocos años después. El aura de los cuadros también se pierde cuando desaparecen de su lugar.


Hoy yo veo el paralelismo del retrato de Giovanna con el retrato fotográfico que mi bisabuelo encargó a un fotógrafo de su hija, pocos meses antes de morir con 9 años. Una historia igual de triste más de cuatro siglos después. Una foto que ampliada y enmarcada en una vitrina presidió, hasta que se deshizo la casa, la vida de la familia, y después la de mis abuelos. Una niña fallecida sin apenas haber dado nada más que su presencia, contenía los hilos que marcarían lo que es esta familia. Yo conocí la foto en mi infancia y luego la transformé en un cuadro casi otro siglo después de hacerse. Un cuadro que recogiera toda esa nobleza, ese sistema de relaciones, esa presencia. Una fotografía y un cuadro que contienen en sí el conocimiento, reflexión, idea e historia, familiar, pero historia. Las autobiografías se escriben rebuscando la memoria y los detalles que nos muestran lo que fue verdad. La foto muestra lo que fue verdad en un momento, pero su mantenimiento entronizada tras los años habla de más cosas, cosas que llegan hasta mí. Para ser luego en el futuro.







RICHARD LONG



Túmulo en el campo de Cartagena.




      A veces creo ser Richard Long recorriendo este paisaje, recorriendo un paisaje neblinoso, húmedo, recogiendo y plantando esas piedras hasta que se acabe el día. Empecé temprano, siempre se empieza temprano, sea la hora que sea, cuando por fin estás despierto. Subes siguiendo marcas o sendas y te das cuenta de que nada es nuevo, de que eres un imitador de aquellos que dibujaron en el suelo la línea que haces caminando, para que no se borre. Una búsqueda que hoy sí sabes dónde te va a llevar; así que lo que busques no estará en lo repetido, sino en la conciencia del tiempo.

    Ya sabes la teoría: repito el paseo, viviendo a los paseantes, tanto da ser Thoreau como Walser, Long o Fulton, me sumerjo en un paisaje caminando, las piedras, los hitos en sí no importan, importan los actos que te relacionan en igualdad a todas las partes. Y el espacio entre las cosas. Como el espacio entre las palabras que nombran la realidad, el espacio entre las piedras y el espacio que invado y me sumerge. Así que recorrido, todo es paisaje, desde mi casa a vosotros que me rodeáis, la carpeta de fotos de familia, la caja de galletas. Estoy en esas cosas y a la vez soy lo otro. En esas cualidades tan indispensables a los poetas, la inclusión y la alteridad.[1]

     Y tanto da ser Long en el Pirineo o cualquiera en una ciudad, ¿o es que te pensabas que solo camino por las nubes? Lugar, lugar a cada paso, lugar casa y espacio, lugar paisaje y círculo. Lugar. No eco. Aunque ambos jueguen en el espacio.

     Luego hago un círculo de piedras, algo en principio contrario al trayecto longitudinal, pero que se llena de todo el paisaje alrededor, infinito, inmenso. Soy en su centro  tan importante o tan poco como lo que vuelco en cada objeto, en cada visión que tengo de ti, en cada soplo.

     Dudo que sirva de algo a alguien más. Camino y no hay nadie que me observe, desechado el posible valor de la performance, dejando atrás una instalación para nadie. Nadie repetirá mi obra. Ya sé eso de que la acción y mis pensamientos influirán en alguien, en algo, que me puedo sentir rizoma y valioso, pero no me lo creo. Ya sé que como yo me vea me verán los otros, pero como yo veo no sé si soy capaz de contarlo.

     De cada viaje recojo piedras, cosas que se cargan de paisaje, de recorrido, de memoria. Cuando vuelvo monto con ellas un círculo sobre la mesa, casi perfecto. Imagen de aquel que dejé en la montaña, ése que no vas a ver. Conténtate con que lo cuente, con que te hable como tú me hablas de tus pequeños objetos. Conténtate con mirar mis piedras, mis semillas.

     Cuando acabe, meteré las piedras en una caja de madera, un embalaje cúbico, guardado en un almacén. Con otras. Con instrucciones estrictas y minuciosas para montarlo de nuevo, planos detallados, fotos del camino, de las piedras, cada pieza numerada por si alguien puede estar interesado en montar un círculo de piedras descargadas de paisaje y sin recorrido. Como si eso sirviera de algo. Una biblioteca sin libros y sin palabras.

     Y sigo pensando como Richard Long que el círculo es perfecto, pero tan imperfecto en el museo… No le sienta bien a las piedras, no le queda bien un museo alrededor. 

     No hay lugar.





[1] “Y he aquí que otro gran poeta de poetas, Fernando Pessoa, tituló su obra más personal, precisamente, Libro del desasosiego. En sus páginas, Pessoa escribe lo siguiente: «Pertenezco… a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo solo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado». Inclusión y alteridad, pertenencia y desasimiento son cualidades indispensables al quehacer del poeta, y los «grandes espacios» de Pessoa son también los que convienen al género poético que, a diferencia de otros, ocupa tan solo unas cuantas líneas en una página, como Ana Blandiana descubrió a una edad temprana.” (Natalia Carbajosa, 2015)








        ANSELM KIEFER





A. Gómez





      Anselm Kiefer recorre las bóvedas de la antigua fábrica de hilaturas industriales donde trabaja. Los pasillos, espacios que se abren, las salas abovedadas, se han convertido en almacenes de tiempo. En los sótanos guarda cajas ordenadas, registradas con números y referencias incomprensibles, dentro las cosas que precisan no ser olvidadas, en las galerías te encuentras restos de materiales, ruinas, y en un gran espacio un avión, barcos o láminas de plomo que en su momento cubrieron la catedral de Colonia, una montaña de paja, y objetos viejos. El plomo es el material de los dioses, la ceniza el final de todo proceso, la paja lo que queda de la vida. Los materiales hablan o no sirven para nada. Kiefer no es un pintor, es un manipulador de materiales, un constructor, un alquimista. Y lo que construye es una autobiografía  de la que quedan los restos, esas obras que sirven para hablar de su mirada básica sobre el mundo a través de la historia alemana, de la filosofía, de la cábala, de las estrellas y los mitos arcaicos. Del tiempo y del silencio. La alquimia por la que ciertos materiales se convierten en otros. El alma de las cosas. El mundo interior.

     Todo empieza con un libro y todo acaba con un libro. 

   Un libro en ruinas tras la segunda guerra mundial. Él nació bajo las bombas y creció entre el panorama devastador de las ruinas que fueron su campo de juegos. Alemania siente la culpa y decide no hablar de la destrucción en décadas; pero él sí quería construir esa historia que era ya suya. Contrario al silencio, la historia de la derrota, de los mitos germánicos, que tan mal usaron los nazis, el holocausto del que en Alemania no se conocía casi nada hasta la década de los 70, como aquí, fueron temas de su obra desde el inicio. La Historia puede ser excesiva para el hombre si no sirve para llegar al futuro, o banal si no te enfrentas a ella como la verdad. Saber que las cosas fueron verdad, ese carácter arqueológico del conocimiento que nos lleva a buscar los restos de los naufragios. Todo fragmentos.

     Y todos los objetos dejan de ser banales según el valor que uno le dé. Una cuestión de piel. De dotar de alma a los objetos.

     La historia está llena de víctimas y de grandes personajes, las víctimas de Auswitch, los fabricantes de adobe en Mesopotamia, las guerras antiguas y las guerras modernas, y también las mujeres de la revolución, los filósofos alemanes, el bosque de Teutoburgo. El hombre abatido por el peso de la historia. Y cada cuadro abatido por todas las historias que hay debajo. Múltiples estratos que parten en ocasiones de una fotografía y capa sobre capa reconstruyen la batalla que se provoca en la cabeza del artista. Todo es pensamiento y acción, todo transformación. Cada una de las obras destruye las anteriores. Todo es quemar. Y ahí aparece Paul Celan y su poesía, esa que no se podía escribir después de Auswitch, campo al que sobrevivió el poeta húngaro para suicidarse en el Sena años después. Sus versos aparecen escritos en los cuadros de Kiefer, flor de ceniza.

     Cuando en 1914 la catedral de Reims fue bombardeada y se incendió, cuentan que el plomo fundido de su cubierta caía por las gárgolas. Kiefer compró todo el plomo de la catedral de Colonia cuando fue sustituido, y ahora aparece en aviones, barcos, fondos de cuadros, cohetes, y libros,  de superficie impermeable se transforma en material  permeable a los sentidos al sentimiento, el pensamiento y la voluntad. Un material que a través de la alquimia se convierte en oro.
Pero es preciso un choque para iniciar el proceso seguido del conocimiento. Nada de imágenes inspiradas ni teoría de los genios. Es la historia y son los libros los que inician un proceso que lleva al artista a reescribir el relato, como la teoría del poeta futurista ruso Velimir Khlebnikov acerca de las catástrofes marinas que se repetían proféticamente cada 317 años, una teoría matemática disparatada que predecía las fechas de las batallas. Sin creer en nada de esa teoría, ese libro fue el choque necesario que da un tema para un proceso de conocimiento de una serie sobre el tiempo.


     Kiefer lleva a la sala de exposiciones una cantidad variable de obras que apila una sobre otra. Unas decenas de cuadros que no puedes ver, sobre y entre los que coloca paja, girasoles negros, materiales quemados. Su título es veinte años de soledad. La soledad del artista que todavía piensa que no va a cambiar la historia del arte, que no cambia la pintura, pero que en algo podrá cambiar el mundo.