Sobre Antonio Gómez

POEMAS DE  ANTONIO MARÍN ALBALATE 




Del gris al blanco:
Semillas, silencio
Y tallos brotando.






Sobre la limpia baba
De la luz,
Un caracol
Solitario. O acaso sólo
Su casa,
Diana espiral
Y oscura para el ojo
Que forja y fija
Su quietud.


  



Mar de tierra,
Ceniza de cristal,
Espuma y pantera
En la cuadratura
Del blanco
Donde ruge
Encendida,
La belleza.

  





(Poemas para el catálogo de la exposición BLANCO de Antonio Gómez.)












- Sentir el silencio blanco de los campos yermos -




Arena del desierto
soy: desierto con sed
oasis en tu boca
donde no he de beber

                Miguel Hernández



Desnudez extrema del alma, como poste erguido, en la soledad sonora del tiempo. Gris que se eleva en continuo torbellino, rompiendo el infinito silencio.

Tierra y más tierra, tierra blanca. Rastrojo que en el horizonte se expresa, buscando desde el interior la esencia de la materia, cálida y dura, hecha sentido.

Luz y más luz. Gris aliado de un blanco cegador que todo lo llena.

Tallos truncados, supervivientes de la naturaleza ruda y rota. Semillas que insinúan su fruto escondido. Hojas que en permanente equilibrio pugnan entre la vida y la muerte. Universo de silencio frente a la desolación.

Beber la vida, vidrio vacío de contenido, pura transparencia que en jarra vacía absorbe un hálito de energía.

Hoja de helecho atrevida, prehistórica artimaña, atemporal y frágil, que nos engaña en el pasado, en el frescor húmedo de la vida presente.

Tu pintura, tan cercana e intensa, escueta y profunda, emociona y conmueve. No es necesario definirla, huyamos de cualquier inferencia. La pincelada se escapa entre formas quietas y turbulentas que en el horizonte delimita y une.

 Pisas los surcos de la tierra, te comprometes en su dureza, sientes y pintas, pintas y sientes.

Me apropio de tus palabras cuando, pintor – poeta, dices; “Buscamos que quede algo, que quede un poco de nosotros en cada paso que damos, explicarnos nuestra historia. O apropiarnos de otras. Sin necesidad de justificar nada, sin pretensiones, sin poses. Porque la poesía nace en lo íntimo y llega a los demás en lo íntimo, donde no cabe la mentira”. Poesía y pintura que se unen en la imagen del tiempo y su brevedad, la lluvia que todo lo arrastra en la fugacidad del recuerdo, el instante y el silencio.


"Y él seguía mirando
Sabía que no le quedaba mucho, que todo desaparecería o quedaría
escondido bajo capas de tiempo y tierra.
Todo olvidado para el mundo, no para el sueño.
Se quedó hasta que el cielo lo cubrió todo.
Siglos de silencio en el centro del mundo.”
                                                                             
A. G. R.

La tristeza suave y lenta fluye en tu pintura. Quizá no tanto tristeza, más bien melancolía. La que sabes expresar con gestos sencillos y tranquilizadores.

Sabes perfectamente que no soy poeta ni pintor. Sólo alguien que se emociona con la belleza que creas desde la bondad e inteligencia de tu ser.
Vida y más vida, pasión contenida.


                                                                                  Alberto Sánchez Roca

(Para la exposición BLANCO)












- Un mar de tierra perpetua corta el cielo -



campo - tierra - pintura - conciencia de la materia

horizonte - fuga - hito - símbolo - desposesión del espíritu - errancia del pensamiento



Espacios de acceso al silencio, a lo invisible del mundo (1); territorios poéticos que respiran quietud: momentos de inflexión, donde intuimos que o ya todo ha sucedido, o todo está a punto de suceder; paisajes suspendidos entre lo poético y la realidad, entre la verdad y la mera existencia; pintura gris, ocre, gris: nada aquí invita a pesar o medir (2).

Omnipresencia del horizonte: horizontes altos, como queriendo mostrar en la desnudez, la erosión y la “carne” aún viva de la tierra, hermosísima en su dramatismo esta tierra quemada; horizontes bajos que dejan el cuadro al aire, otra vez gris, con una luz tibia, acídica, luz del silencio, que ralentiza el tiempo de contemplación de la obra... Enorme carga poética para esta época del “packaging” en que todo, incluso el arte y el pensamiento, se envuelve en “divertidas” propuestas o en sesudos discursos.  

Paisajes o no-paisajes, ficciones, territorios, pinturas al fin y al cabo, vacíos, dramáticamente despojados, de resonancias valentenianas. Composiciones sencillas, sabias, donde cada cosa, cada elemento, cada pincelada es consciente de la presencia de los demás, y “saben”, ajenos a la voluntad del pintor, el porqué de su tamaño, ubicación, tono y figura. Mínimas pero tensionadas presencias que anuncian la inminencia de un leve gesto: una nube inquietante, un ligerísimo resplandor, un globo que acentúa la idea de fuga, algunos tocones: campos castigados, rastrojos, pérdidas... o un lejano silo: lugar donde, sin duda alguna, se reconoce el poeta. Motivos suficientes para hacer tu pintura, elementos generadores de gravitaciones capaces de alterar la emoción y también el tiempo.

Pequeñas verdades autónomas, generadas al margen de palabrerías y conceptualismos que las intenten justificar; al margen de “taifas”, afectaciones y poses. Obras “de proceso”, lento, de desocultación (3), de pequeños descubrimientos, casi de decantación, dotadas de una materialidad rotunda (oficio verdadero del artista) (4), realizadas desde una hondura poética que, paradójicamente en tu caso, nunca podrá reducirse a asignatura.

Me resulta cuanto menos extraño escribir sobre la obra de otro pintor al que me unen grandes afinidades, ciertas actitudes y una manera de entender la pintura. Hoy en día, ante tanto despliegue de tecnología audiovisual o de medios informáticos que, salvo muy escasas excepciones, generan aún mayores dependencias y servidumbres al artista, algunos seguimos creyendo que los medios más someros, el carboncillo y el lápiz, a veces incluso los restos de un café y una servilleta, son lo que realmente te hace libre; el pintor-pintor es un raro ejemplar en extinción, así que cuídate Antonio. Seguramente nos veremos en el barro...
 
                                Luis G. Adalid
(Para la exposición  "El Peso del Silencio")


(1) Balthus: “Memorias”; (2) Luis Racionero: “Leonardo da Vinci”; (3) María Fernanda Benedito: “Heidegger en su lenguaje” / Félix de Azúa: “Diccionario de las artes”; (4) Ignacio Castro: “Trece ocasiones”








CUATRO DE PICAS EN FLANDES

...
         De la amalgama de interfaces coloristas, a la esencialización pictórica de profunda fuerza inquietante en la pintura de Antonio Gómez. Se diría que es la calma que precede a la tormenta. Todo está preparado en estos escenarios de yermas llanuras sobre las que pende la amenaza inminente de unos cielos tremendamente pesados. La densa materia pictórica se convierte en paisaje, en horizonte y claramente se delimitarán los dos planos, el terrenal y el celestial. Paisajes deshabitados donde la presencia indirecta del hombre desempeña el papel de nexo entre ambos ámbitos. Y los símbolos también esencializados: la pirámide, el vehículo ancestral de unión de cielo y tierra, revisitada aquí por medio de las humildes arquitecturas rurales de los aljibes, prodigiosas en su sencillez y limpieza que nos evocan elementos de la iconografía propia de Aldo Rossi. Como el Gran teatro del mundo rossiano, estos aljibes parecen vagar por la llanura desierta, debatiéndose entre el vano intento de abastecer la inmensidad del territorio y el vano propósito de contener la gran amenaza del cielo. En  este sentido, puro paisaje inquietántemente romántico, víctima de la atracción del abismo.

José Francisco López

(Para la Feria de Arte de Gante 2003)






                                      ANTONIO GÓMEZ

                           
Desaparecen personas que hemos amado, que nos han amado y, por no se sabe bien qué circunstancias, permanecen bajo el agua, acompañándonos siempre, borrosas, pero reales, siguen ahí, ocultas, moviéndose al compás de las aguas, como esas algas, que agarradas a las rocas, oscilan continuas y se mantienen pegadas a nuestra memoria. El recuerdo es caprichoso, selectivo, no recoge sino aquello que destaca, un nombre, ese rincón, aquel momento.
Estos cuadros, fotografías que ya no lo son, instalaciones, conforman el recuerdo de la casa de los abuelos en la que ha vivido Antonio Gómez, pintor y poeta.  Esa casa de la que nunca acabamos de salir,  porque nuestro esquema de la realidad está depositado  en ella. La puerta entreabierta por donde entran el frío, la lluvia, los ruidos de los otros que pueblan el mundo, la ventana desde la que descubrimos el paisaje, la escalera que quizá nos lleva al misterio de los desvanes, esas cajas que vamos abriendo donde siempre hay otras cajas y el aljibe en el que se ha depositado la lenta historia de los días. El tiempo y el espacio de la casa constituyen nuestra definitiva experiencia de este  mundo.
Si el hombre recordara todo, quizá sería consciente de que se repite, y cerrados los ojos, imaginaría aquello que nunca ha visto, aquello que le hubiera gustado ver.
El que cuenta se implica, de modo que acaba por ser él  mismo un perjudicado, y su primer perjuicio es que cada vez se aleja más de la verdad. No es que crea que la verdad es una y sola, por el contrario se suele fragmentar en verdades que acaban por ocultar  lo que importa. A veces el narrador se distrae, me refiero a que en el transcurso de la exposición surgen elementos que es necesario atender, de no ser así ocurriría como si después de la ducha nos pusiésemos directamente el traje.
Tengo una amiga que ha reproducido el despacho de su padre, color de las paredes, suelo, cuadros, bibelots, distribución de muebles. Sobre la mesa de trabajo ha colocado libros, documentos y cartas tal como estaban el día de su muerte. ¿Ha pretendido detener el tiempo? Estas cristalizaciones, primitivos montajes, no tienen una intención estética, son sólo depósitos de memoria. No sabemos si lo que está ante nuestros ojos es un testimonio, es decir, si el reloj parado, la carta interrumpida junto a la pluma,  revelan fielmente aquello que representan. Los pequeños detalles están ahí para documentar que fueron las últimas cosas que la familia vio, enfatizan con su carácter fragmentario la autenticidad. Claro que también pudo ocurrir de otro modo, entonces este primer plano actúa como pantalla emocional que oculta otras cosas. La memoria ha filtrado los hechos y nos entrega un sucedáneo de aquella realidad que todos vivían. El olvido piadoso conforma una imagen del pasado que muy pocas veces suele coincidir con la historia, sin embargo, defendemos nuestro recuerdo, o dicho de otro modo, lo que nuestro corazón evoca ante  la fotografía.
Cuando vemos esta fotografía marcada por los años, donde aparece una niña que no hemos conocido, pero que ha sido profundamente significativa en las relaciones familiares, puede que sintamos cierta atracción, que se traduce en  el deseo de indagar sobre su vida y sobre la vida de todos los  que estaban a su alrededor. Si esto ocurre, iremos acumulando noticias, sabremos del colegio, la calle, los juegos, las amigas y los amigos, libros, muñecas, muebles, seguramente conoceremos todas aquellas cosas situadas a la espalda del fotógrafo, que unidas a las emociones con que se nos narran esos recuerdos, colocarán al sujeto de la fotografía en un plano integrado en el espacio familiar, animando esos huecos que el tiempo produce en las habitaciones, y que se parecen a la soledad.  
A medida que vamos conociendo detalles, cuando hemos ordenado los sucesos, sabremos bastante más sobre la niña de la fotografía. La imagen que resulta ha sido  forjada en nuestro cerebro, se diría que es un concepto animado, pues aparece exenta de todas esas cosas que consideramos datos generales.
La familia ha contado cómo la enfermedad arrasó su pequeño cuerpo y en pocos días la fiebre la consumió. La foto, me dice Antonio, está tomada en aquel mismo año de su muerte, corresponde al vestido que llevó a la boda de su hermana en la que portaba unas rosas o recogía la cola de la novia. La niña como veis se encuentra en el estudio del fotógrafo y el piano es parte del atrezo, desconocemos si esas manos, su posición, corresponden a una pianista precoz, es probable que así lo dispusiese el fotógrafo, y que nunca hubiese ensayado pieza alguna, los recuerdos son también borrosos.
Puede que lo fundamental no sea recordar aquellas cosas en las que se ha  sido protagonista o testigo, sino cómo nos hemos sentido en ellas. No es la infancia ese  paraíso, a través de cuya verja contemplamos una  realidad a la que llamamos mundo. Por el contrario, el niño capta sentimentalmente la situación en la que se encuentra, emoción que con el tiempo va atenuándose. El niño descubre el mundo a través del dolor. Claro que no está preparado para odiar, puede temer y entonces huye, pero desconoce el rechazo sentimental, no comprende que exista el odio. De ahí que no menosprecie ninguna de las cosas que se le ofrezcan, y mantenga una curiosidad por su entorno que podría conducirle a la sabiduría. Objetivo que no descubrirá sino a través de la reflexión, es decir, cuando ya es tarde para volver atrás.
Si admitimos que la pintura es la lengua de los pintores, tendremos que interpretar y dar lectura a lo que Antonio muestra en esta exposición, donde la niña es un protagonista fundamental, pero en la que  también hay otras muchas cosas. Permitidme que me sirva de un poema de Jorge Guillén, se titula “Beato sillón” y comienza así:

                                    ¡Beato sillón! La casa
                                    Corrobora su presencia
                                    Con la vaga intermitencia
                                    De su invocación en masa
                                    A la memoria…

En éste, el recuerdo de la casa queda reducido a ese sillón, lo que sucede en el poema es un estado emocional construido sobre las diferentes versiones, que comienzan con Horacio y su “Beatus Ille”, y aquella “Vida retirada” de Fray Luis, tan repetida en nuestro bachillerato. De donde un solo objeto permite invocar  toda la casa.
¿Cuáles son las otras cosas que vamos a ver? El tío Lorenzo, siempre presente en el ángulo oscuro y ese cuadro repujado de La Última Cena, que solía adornar los hogares de la clase media, al que la fragmentación convierte también en depósito del tiempo, los abuelos, los caracoles, el esquema estricto de un aljibe y esas vías amontonadas, como caminos que aún no han sido, más las constantes semillas del braquiquito.  
Antonio es consciente de que la realidad no puede ser trasladada a la imagen, recuérdese aquella experiencia en “El sol del membrillo”, del otro Antonio pero López, quien finalmente no alcanza otra cosa que un fragmento perfecto, el tiempo y el espacio nunca coinciden, Gabriel Miró lo ha relatado en su magistral “Años y Leguas”, así la evolución natural,  que generan los años,  no puede ser atrapada en la unidad del cuadro. De ahí que proponga fragmentar en piezas,  que quizá en sí mismas podrían ser independientes, para después integrar esos instantes en una imagen final que se parece a la unidad, pero que realmente no puede ser comprendida de una sola mirada, sino que sólo puede ser considerada como esos caracoles en continuo movimiento que acabarán irónicamente cocinados, pero verdaderamente comidos, gracias a la unidad que les ha concedido la receta. Todo lo que puede ser cocinado, será comido, por tanto, digerimos irónica y realmente nuestra propia historia.   
La nitidez de la imagen se convierte en  borrosa memoria a medida que nos aproximamos a ella. Los recuerdos son semejantes a esas viejas fotografías de nuestros antepasados en las que los rostros acaban pareciéndose, de modo que son intercambiables. Se dice que la memoria también es un patrimonio, de ahí que se conserven esas fachadas que sostienen el parecido con las calles que fueron, aunque también tienen algo de mentira, pues si atravesásemos su puerta, nuestra decepción seria completa. Lo que ayer era un banco o un hotel,  es hoy una casa de vecinos.
¿Cómo pinta Antonio? Lo primero que encontramos es la desaparición del color, no es un pintor colorista a la valenciana, tiene una paleta minimalista, que va desde el blanco al negro, y alguna tierra. Recuerda a esas habitaciones, que para evitar el calor del implacable verano,  se nos muestran casi a oscuras. A veces presenta profundidades de pozo,  Antonio,  lo dice así en unos de sus poemas:

                         Y volví del Norte
                         de la lluvia y de la sombra
                         al Sur
                         para esconderme de la luz
                        en el vientre seco de un aljibe.

Ocurre como si se hubiese mimetizado con la fotografía, hay quien apunta que su obra parece un paso previo al aguafuerte, pero aún no entra en el áspero juego del ácido, sino que cubre el papel con una capa blanca a modo de velo que muestra ocultando, como esos visillos de las ventanas a la altura del paseante que nos convierten en voyeur.
Secciona en fragmentos regulares la imagen que manipula con gesso e inscribe sus particulares grafitos en los que predomina el fruto del braquiquito, especie de granada, árbol de origen australiano, que hoy se utiliza como ornamental y sombra en muchas de nuestras calles. ¿Qué significa su presencia? Se trata de una cápsula de vidas, conjunto de posibilidades, unidades de tiempo que aún no se han puesto en juego, y se convierten en símbolo. Más aun, a veces contemplamos el fruto y su sombra, así que alguien propone: Y, ¿si la fotografía fuese nuestra sombra? Esa huella impresa que conserva lo que hemos sido, la fotografía sería la sombra de nuestra sombra. Entonces confirmamos  que en ella se da una concepción moral de nuestra existencia.
María Zambrano en la introducción a su libro “Algunos lugares de la pintura”, afirma que: La pintura nace en las cavernas, pero nace de la luz, una luz especial, propia, entrañable, no una luz cualquiera.
¿Qué luz es la estos cuadros? La luz de la ceniza, aquella que queda después que se ha consumido el tiempo, no es el ocaso, sino el cerco gris y blanco que precede al amanecer. Porque la pintura de Antonio nos lleva al comienzo, entramos en el principio del recuerdo, una vez que hemos aceptado la traición que supone, nos queda lo que hemos amado, lo que han amado quienes nos han precedido. Así, la sombra o la máscara revelan la verdad: somos sombras que recuerdan sombras.
Sombras que habitan en casas que, como los caracoles,  llevamos con nosotros mientras vivimos, vamos siempre cargados con el cuerpo-casa, en la que hemos depositado nuestra particular visión del mundo que constituye el yo que ven los otros y, que no es otra cosa,  que nuestra sombra.
Una sombra de aljibe o caverna en la que Platón supuso el origen de  aquel mito donde conocemos a través de sombras.
                                            

  José Luis Martínez Valero

(Para el catálogo de  la exposición La Traición de la memoria)






Quizá no hubiera debido


Quizá no hubiera debido escribir estas líneas sobre la pintura de Antonio Gómez, porque, cuanto más la contemplo, más pienso que un arte como el suyo, tan especial y que consigue con una escueta plástica despertar emociones profundas y cercanas, difícilmente se puede enmarcar en una serie de consideraciones teóricas.
Pero,  los historiadores del Arte siempre  hemos intentado, con mayor o menor fortuna, dar definiciones que encuadren el quehacer artístico, pretendiendo marcarle límites cronológicos o estilísticos, líneas de nacimiento, letargo o muerte, relaciones o aislamientos.
Voy a iniciar mis comentarios esbozando aquellos aspectos del arte de Antonio, manifiestos en estas obras, que me traen a la memoria, y, nunca más oportunamente empleada esa palabra, otros movimientos artísticos y otros artistas, intentando buscar su lugar en un tiempo estético tan complejo como el que ha heredado y que lo conducen  a su propio lenguaje expresivo.
Sus obras, en lo que se refiere  a un uso de la fotografía como inspiración  o como punto de partida, su colorido concentrado en un escueto blanco y negro y sus personajes, representados en una atemporal, pasiva y , a veces, indefinidaactitud que les hacen desmarcarse de una estricta estética realista, nos recuerdan a muy parecidas demostraciones empleadas, a veces, por artistas del popamericano y por las tendencias realistas de los años 60 en Europa, que pretendían una renovación de la pintura abstracta y gestual  de años anteriores. Sin olvidar que el tiempo detenidoy el lenguaje realista son unas de las primitivas bases del Surrealismo. Y no debemos, tampoco, olvidar que Malevich consagró el negro sobre blanco como la esencia del color en el Arte.
Hopper fue retomado, posteriormente, en la representación de sus personajes anónimos, sentados viendo pasar el tiempo o tomando el sol, quizá reflejando su nostalgia de Chirico. Y lo fue, entre otros, por Hockney y Alex Katz , que, a pesar de su frecuente delirio colorista, no olvidaron la dualidad cromática del blanco y negro y el empleo de la base fotográfica.
Y si bien en el enunciado de Breton y Man Ray La fotografía no es un arte,  intentó su exclusión de los circuitos plásticos, desviándola a territorios meramente comerciales; posteriormente, el mismo Man Ray nunca dejó de investigar sobre ella, volviéndola a incorporar a una categoría y usos artísticos que ya nunca abandonó.
Pues bien, teniendo en cuenta lo anteriormente referido, queremos, ya, centrarnos en la pintura que , aquí, nos muestra Antonio, de raíz claramente autobiográfica, intimista y poética.
Según sus propias palabras, casi todas sus obras tienen su  origen en fotografías familiares, ampliamente manipuladas, que se encontraban en una vieja caja de galletas, y que son su raíz argumental usada con total libertad. Sin embargo, y aún partiendo de una base común , como ya hemos señalado, hay notables diferencias en los conceptos representativos y en el lenguaje pictórico que plasma en las distintas series que  forman esta muestra y esto se evidencia, sobre todo, en la tipología de sus personajes y, en la forma de tratar la superficie y la materia pictórica.
En sus Cuadrossus personajes son fríos, distantes entre ellos, aunque se sitúen en grupos, y, por tanto, al espectador, como actores inmersos en su figurado papel de afanados comensales sin nada en el plato, asentados en una desértica playa, más anímica que real. Son figuras están muy bien definidas sobre el fondo blanco por un trazo negro enérgico y geometrizante que las aísla de un  espacio atemporal.
En cuanto en sus Fotografías, trabajadas sobre papel y modos acuarelistas, aparecen en ellas niños, hombres y mujeres, o bien sus retazos, semiocultos por blancas veladuras que aportan un toque mágico e indefinido a estas representaciones un tanto fastasmales, Toque mágico acentuado, muchas veces, por la presencia de unas hojas que pretenden ser instantes suspendidos de la memoria del pintor.
Y si en los cuadros, antes comentados, los personajes nos eludían, aquí si nos interrogan, a veces, con la expresividad y fijeza de unos ojos que nos recuerdan la fuerza emocional de los de los antiguos iconos, contrastando con otras siluetas veladas  pero individualizadas por el trazo negro del que ha hablamos. Quizá en estas últimas y en las representaciones de  los fragmentos corporales se evidencie el recuerdo indeciso del pintor , frente a la mirada directa y profunda con la que le interrogan los niños  y que no le permite olvidarlos.
Y al final de estas lineas, que me han permitido, una vez más, reflexionar y recrearme en una obra no habitual en nuestros días por, entre otros detalles, su poética profundamente humanística , sigo pensando que quizá no hubiera debido




Mari Carmen Sánchez-Rojas


(Para el catálogo de la exposición Palabra, lugar)




No hay comentarios: