jueves, 20 de abril de 2023

DIÁLOGOS CON MI ABUELO. JUAN MANUEL DÍAZ BURGOS

 







Recomponer una memoria familiar, esa pequeña historia (pero tan grande) que se construye desde lo emocional, desde los pequeños datos y relatos que han paseado por nuestros mayores y que se nos trasladan, precisa en primer lugar de una necesidad, la de rellenar un hueco que se borró o nos borraron, y en segundo lugar de la convicción de que el camino a recorrer puede ser largo, a veces difícil, y, según las circunstancia, doloroso. El proceso de recuperación que Juan Manuel Díaz Burgos hace de la memoria de su abuelo Manuel, ya que su figura le fue robada, es íntimo pero trasladado por la actividad fotográfica a un acto de memoria histórica que llega a localizar y visitar la fosa común que sirvió de tumba a uno más de los miles de represaliados tras la Guerra Civil y que a través de la ignorancia de qué pudo ocurrir con él se trasladó a su familia el castigo a los vencidos. Un castigo injusto, inútil, y vestido de rencor y mentira. Juan Manuel Díaz Burgos lo lleva ahora a una exposición en Cartagena y un libro que recoge el proyecto Diálogos con mi abuelo.

El acto de Juan Manuel supone una catarsis personal, un proceso familiar, un acto de justicia con Manuel Burgos, y por extensión, un acto público de reivindicación de los desaparecidos. Todos podemos sentirnos identificados con este ejercicio de posmemoria, sobre todo aquellos que vivieron y viven todavía en el deseo de recuperar los restos de familiares desaparecidos. Y los que no estamos en ese caso, igualmente compartimos la recuperación de la memoria y la historia familiar, con sus luces y sombras. Pero el proyecto de Díaz Burgos es fotográfico, y eso debe dirigirse de una manera concreta, dentro de la línea documental y retratística que ha sido su constante en el ingente trabajo de este gran fotógrafo. En el prólogo, ese que escribió una noche para concretar y decidir qué y cómo hacer, están las claves, sobre todo una: la realización de un recorrido y un retrato inverso, apropiarse con la mayor honestidad de aquello que pudo ser la mirada del abuelo, que ella fuera la que marcara el camino, un camino que dirige lo que fue la biografía, lugares de vida, de trabajo, de triste muerte. Así, el nieto visita todos esos lugares de Andalucía, Marruecos, Madrid, Cartagena y Canarias, el punto final, el más oculto hasta hoy. Los guiños que hace a la narración y la vida de Manuel le obligan a añadir espacios, lugares a sus recorridos fotográficos, a hacer de sus fotos lugares de posmemoria. Reinvención o suposiciones basadas en lo que le han contado y encontrado, o en lo que, una vez identificado con el abuelo, Díaz Burgos cree en buena lógica que no pudo ser de otra manera. Así aparecen los toros, las tascas, las iglesias de Sevilla, las procesiones, un mundo coherente con lo conocido y que se convierte no en la verdad sino en “lo real” a través del pensamiento, la actitud y la sinceridad necesaria del nieto, y las redes tejidas con la familia. La fotografía persigue a la narración, no son ilustraciones, sobrevuelan, traducen la historia y los lugares en la foto desde la mirada del abuelo. Pero ahí sigue estando la calidad, la entrega, la exigencia que siempre pone Juan Manuel Díaz Burgos en lo que hace.

Otro aspecto que aparece en este proyecto es la evolución de la foto hacia el desenfoque por zonas y las alteraciones o creaciones de color y luz, todo ello con la idea de relacionar esa visión de la que hablaba antes con lo borroso de una mirada perdida en la memoria de los otros.


Exposición y libro, en esa lógica fotográfica que se ha hecho necesaria actualmente, recogen un trabajo muy extenso, fotográfico, artístico, narrativo y documental. Es un trabajo muy personal que debía ser como es, con un recorrido muy largo lleno de reflexiones que quedan en el libro, desde la foto de un solar en la calle Trastámara de Sevilla, donde nació Manuel (parece que quedara así como en espera, en un acto metafórico de respeto hasta que el fotógrafo pudiera llegar), hasta la sombra de Juan Manuel y Mercedes ante la fosa común nº 2 del cementerio de Vegueta donde se le enterró.


Magníficas fotografías que funcionarán también fuera del libro y la exposición, que transmiten la melancolía necesaria en el proyecto, que contagian el recuerdo y lo hacen nuestro. Tal vez sea ahora la recuperación de la memoria lo más importante, algo que se agradece por ser de justicia, el valor de hacerla extensiva (ya lo vimos en Calle del Ángel) pero quedará siempre el trabajo artístico de este gran fotógrafo. 



 

Agradezco sobremanera a Juan Manuel el haber colaborado en su proyecto, aunque sea mínimamente. El haber trabajado con el álbum de mi familia en proyectos anteriores y con otros álbumes en proyecto me llevan a entender perfectamente el trabajo de Juan Manuel y valorarlo mucho. Realizar una intervención sobre el retrato de Manuel Burgos Monsalves ha sido un honor.


lunes, 27 de junio de 2022

NUEVA RESEÑA DE LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS. POR JOSÉ LUIS MARTÍNEZ VALERO.



 

 

 

 

 

 

ANTONIO GÓMEZ RIBELLES

LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS

Editorial La estética del fracaso

LA MONTAÑA MÁGICA

Cartagena, 2021

 

por José Luis Martínez Valero

 

 

El humano no es un hecho en bruto, piedra del camino, sino ser complejo, comunicativo o silencioso, olvidadizo, consciente de la muerte, sujeto al amor y al odio. resultado de lo que se cuenta o de aquello que narra y define él mismo, siempre expuesto a la intemperie de su existencia, sometido a los vaivenes de la Historia; otras, al capricho del destino.

Antonio Gómez Ribelles ha publicado: Las lagartijas guardan los teatros a instancia de Vicente Velasco, director de la librería La montaña Mágica de Cartagena para la colección titulada: La Estética del fracaso, cuya serie cierra este libro.

Antonio, pensador, poeta, pintor y fotógrafo, nos traslada a la cámara oscura de su cerebro para hacer visible lo invisible, para reconciliar el espacio con su tiempo, y lo pone  a nuestro alcance, a través de imágenes que se mueven, que huyen y se esconden como las lagartijas, que creíamos definitivamente quietas, mientras parecían tostarse al sol de los siglos sobre las ruinas de los teatros,  sobre la ciudad y sus movimientos, esa sociedad sobre la que crece la hierba de la Historia, de las historias. 

Hay espacios públicos y espacios privados, el humano habita ambos. Frente a la casa segura, tras la puerta estaba la intimidad; hoy, las redes, la información que se solicita para realizar cualquier actividad, parece que hubiesen eliminado la privacidad. Robinsón demostró que la isla, el aislamiento, perfecto no existe, para resolverlo se sirvió de aquella huella en la playa que la mar aún no había borrado.

El hombre está destinado a moverse, se podría definir como un ser que se traslada, esto ocurre unas veces voluntariamente otras contra su voluntad. Para asegurar su estabilidad dispone del recuerdo. Así puede ser definido como ser de memoria.

A medida que pasan los años, acumula relatos. Esto, que en su vida privada constituye la experiencia, en cuanto colectivo lo convierte en ser histórico.

El espacio es inestable, fluido como el agua, sujeto a la luz y a la sombra, confunde, cambia. Hueco en el tiempo, engañoso, perspectiva desde la que aprehendemos el mundo. Tiempo y espacio no son lugares seguros. Por el tiempo recordamos y olvidamos. El espacio es localizable, sin embargo, cambia tanto de aspecto que, en realidad, pasa a ser otro. Antonio coloca al lector ante el misterio de esta paradoja.

Un año después de la primea Gran Guerra, 1919, publicó Gabriel Miró: El humo dormido, con una breve introducción que quizá nos ayude a comprender los mecanismos del recuerdo. ¿Qué fue primero, el árbol o el bosque? Si respondiese Caperucita aseguraría que fue el bosque; si es la lagartija nos hablará del árbol, algo concreto, de donde surgió la abstracción del bosque, producto de nuestra mente.

Antonio, como Miró, transformó los hechos en su imagen. El texto que refiero dice: << Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo.

No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renán, la ciudad más o menos poblada que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos.>>

En esta ciudad hay una casa de la que nos importa su ser, la función dentro de su historia personal. Toda casa tiene una puerta cerrada; si insistimos con el tiempo descubriremos que la puerta se entreabre, podemos adivinar algo de su pasado por la luz y la sombra, alguna fotografía, ciertas palabras, aunque siempre conscientes de que este ver no es un estar viendo, sino que pertenece a nuestra memoria.

Gastón Bachelar en su ensayo La poética del espacio define la casa, como: el no-yo que protege al yo. No es lo otro, algo objetivo, sino que pertenece al mundo subjetivo, aunque esté precedido por esa negación. Bachelar considera el yo como ser desasistido, necesitado de protección, de esta orfandad nace el libro. Dice el poeta: El problema de la casa, de mi casa, es que no existe… Pero yo sigo sin crear la mía a pesar de habitar una. Es que no se trata de habitar, no es eso, no es eso…

Voy a tratar de acercarme, consciente de que lo que vea será fragmentario y borroso, el pasado se convierte en un muro sobre el que descansan las huidizas lagartijas.

¿Quién es este ser abandonado? ¿Este huérfano? He aquí su respuesta: Somos la memoria de los demás escrita en los papeles o en las paredes de cajas de zapatos que intentan contar una historia. Dependemos de la memoria de los otros, sin duda una visión fragmentada, que se dice cuenta una historia. Insisto: se dice. Porque se trata de un relato que nunca coincide con lo que piensa de sí ese yo, al que reconocemos por su abandono. La única certeza es que no se puede regresar al principio. Como si todo principio estuviese destinado a convertirse en una imagen oscura. El concepto de expulsión del paraíso nos condiciona como un recuerdo.

En el caso de Antonio Gómez Ribelles quizá resulte apropiada esta pregunta: ¿se trata de un pintor, de un poeta, de un fotógrafo? Todas estas posibilidades se dan en la misma persona y al parecer tienen el mismo origen, ¿la infancia?, aquello que hemos titulado como el paraíso de la infancia. La infancia es la edad de las preguntas, es pues el origen de la curiosidad por el mundo, de ahí que todo el libro se convierta en un proceso de búsqueda

En el poema titulado: LA LUZ, YA, cuando dice: <<La luz no será ya una palabra guardada/ conservada en los libros/ que no pudimos abrir, / es el nombre que ahora vuelve del silencio, / que se dice aun sin color, pero pronto/ aplastará la tierra, las calles, los colores/ y todas las otras luces.>> Podría ser una respuesta a esa pregunta de modo que por medio de la sinestesia, convertir la luz en nombre. Si el cuadro puede ser leído, también es un texto, sombras y luces lo conforman.

En 3 NAZARET, sugiere: que la casa, la ciudad entera/ fuera como ver el mar. Este lugar concreto, número del tranvía de la playa, se convierte en parte de una narración, algo sin límites; también algo ajeno, superior a lo que puede ser poseído.

En la infancia son fundamentales, la escuela, como orden, disciplina y, la calle, la libertad. En su texto: LA FORMA DE LAS LETRAS, recordad aquellas cartillas donde aprendimos a leer, el autor piensa que la letra ya es un dibujo, abstracto, convencional, paralelo a su otra forma de objeto real, concreto. El alfabeto nos condiciona desde un principio, supone el bautismo de nuestra entrada en sociedad. Con PARTÍCULA DE PRUEBA, aparece la enseñanza como procedimiento de ocultación, método de desinformación perfectamente organizado, lugar cerrado. Semejante al episodio de:  El Señor Cuenca y su sucesor (Enseñanza), también de Miró y la respuesta del jesuita a su preocupación: “¿Todavía no sabe que preguntar es una grave falta? No lo vuelva a hacer.” La libertad estaba en la calle, las afueras y el cine.

En ELLA, se encuentra este texto: Mi memoria ha invadido la suya de tal manera que estoy en ella, en un juego extraño y fantástico. El recuerdo, la narración, convierte a la memoria en un suceso compartido. Junto a QUEDAN: La calle que cruzaba/ de camino a casa/ las grietas del edificio/ las balas en la pared. El poeta alude eludiendo, facilita asociaciones que conforman el teatro de su mundo. Los dogos son causa de la muerte del perro de su amigo, próximos por su crueldad a las balas en la pared. El terror del niño coincide con el terror de esa historia de la que no ha sido testigo. Frente al instinto que es constante y repite, el hombre tiene la capacidad de transformar sus recuerdos. El recuerdo no es lo sucedido, no almacenamos un conjunto de hechos, sino sus relatos.

La narración como algo esencial, aparece en CAMINOS, cuando dice: Me imagino eligiendo caminos absurdos para llegar al mismo sitio…Algo que confirma en DECONSTRUCCIÓN: Y allí descubrió la casa desde fuera y la tuvo que ignorar, porque no había fachadas en sus momentos lúcidos, sólo interiores, sólo tiempo para el tiempo de los muertos.

El dolor, la angustia, la orfandad terminan con la imagen del aceite, originado por el olivo, símbolo de la sabiduría de la diosa Minerva, diosa de las artes y la artesanía. En la Grecia clásica, en las competiciones de las Panateneas los vencedores recibían ánforas de aceite, alimento y luz, luz que descubre lo oculto. Para un pintor sustrato esencial del óleo. Se concreta en el poema UN POCO DE ACEITE, que alude a aquellas manchas de galipote, que coincidieron con el progreso y el comienzo del turismo: Cubres y vuelves a empezar./ Y si algo queda no te apures,/ las manchas se borran en el tiempo/ con un poco de aceite. /Todo se deshace con un remedio eficaz./ Todo se recompone.  

Pese a que lo intento, queda una cuestión pendiente, la relación entre la pintura, la palabra y la fotografía. Se podría afrontar con aquello de la correspondencia de las artes, con la sinestesia, pero sólo supondría otro aplazamiento. Las diferentes sensaciones, la relación causa efecto, aquel escuchar con los ojos a los muertos de Quevedo. Sin embargo, quizá sólo se trata de un falso problema, basta con reconocer su existencia, no hay nada que resolver, son procedimientos, caminos que pueden alcanzar un lugar común, donde tiempo y espacio coincidan y aparezca ese instante en el que, rota toda limitación, el poeta-pintor-fotógrafo…, aparece, como indivisible, en la persona del autor.

QUE NO SEA PALABRA, aborda esta cuestión, en sus dos versos finales dice: La imagen volvió serenos a los hombres, les dio la calma/de no tener que dar soporte a las palabras con palabras. El poema IMAGEN, lo confirma: Tal vez sea mejor así/ que nada tenga voz ni nombre,/ sólo una imagen que salve/ de ser de nuevo Adán/ bautizando huecos.  

RUINA, recuerda que toda historia comienza por el final. Con MIRAR, el pintor poeta nos aproxima a esa masa borrosa comienzo del cuadro, la extraña atracción que le lleva a elegir un tema y sus sucesivas metamorfosis: Miras fijamente ese cuerpo hasta que lo olvidas/ o se vuelve absurdo y se llena de tus pensamientos./ Una forma que se llena de tus vaivenes./ Como repetir palabras hasta que pierden el sentido. En Meditaciones del Quijote, Ortega distingue entre ver y mirar, leamos: Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando; un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Así como el poema se hace con palabras, el cuadro se hace con ideas.

Hay un poema que podría ser el método para obtener su obra, se titula GRIS. Quienes conocen la obra de Antonio Gómez Ribelles, saben de sus grises y sus diferentes tonos. El gris ha establecido un campo común donde coinciden el cuadro, la fotografía y la palabra. Los días grises, como estado de ánimo, son fundamentalmente un producto urbano. Este es un poema que aconsejo se lea muy despacio pues marca la relación con las cosas que pueblan el mundo: Te desplazas entre las cosas./ Eso es todo, ese misterio de las cosas que a pesar del tiempo y de la mala memoria se mantienen leves e inalterables/ Ellas vuelven despacio. Tú te mueves con el apremio que te exigen las palabras./ Te mueves sobre aquello que permanece./ La luz es muy extraña aquí a esta hora, color gris. El gris, que tiene algo de palabra o de sombra, mantiene a las cosas en un estado que recuerda no la cosa, sino su propia realidad. Una realidad que, siendo percibida por el autor, es la que más se parece a su propio ser.   

El gris también podría referir esa primera hora de la mañana, cuando la luz comienza a anunciar el día. En contraste con el poema de Jorge Guillén titulado MÁS ALLÁ, prólogo de Cántico, donde asistimos a un despertar jubiloso, resultado del asombro de ver, de la existencia de los concreto. Gómez Ribelles descubre la fragilidad de los días: Basta un momento de duda para que todo caiga o se astille/ y que lo oscuro siga y nuestras tazas se rompan.

BLANCO es una reflexión sobre el color. Recuérdese el cuadro Blanco sobre blanco de Malévich. También que el comienzo de la escritura es ese papel blanco, vacío, como un desierto. La luz, un blanco resplandeciente, ciega, anula los colores. Dice Antonio Gómez: Después todo será azul y luego blanco,/ el blanco aplastándolo todo./ Me senté a ver pasar los colores y los perdí./ ¿¡Dónde van los colores que se pierden?/ Su voz no se oye, sólo a veces brevemente./ Pequeños signos  de que algo ha terminado.

Para cerrar este comentario me referiré al último poema: NOCTILUCA, reflexión sobre la obra, un ejercicio humilde en el que reconocer la distancia entre el proyecto y su resultado. Unos obtienen luciérnagas; otros, leamos: Pero mis grandes cacerías fueron tristes, nada luminosas/ mis insectos se volvieron más oscuros/ ensuciados por el polvo y el asedio/ de una flor donde morir. ¿Pesimista? Quizá tímido, quizá consciente de que el autor no siempre logra lo que se ha propuesto: el cuadro, el poema, la fotografía son siempre la respuesta, como diría María Zambrano, a una pregunta que aún no ha sido formulada. Claro que, también podría tratarse de una pregunta sobre la existencia de la pregunta.   

 

 

domingo, 19 de junio de 2022

LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS

 

 


 Editado por La estética del fracaso

Cartagena 2021

 

Editorial ligada a la librería cartagenera La montaña mágica


 

 

 

RESEÑAS

 

La arqueología de la memoria

por Sebastián Mondéjar

https://uncaminoenelaire.blogspot.com/2022/07/antonio-gomez-ribelles-las-lagartijas.html

 

 

LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS

Reseña publicada en la revista digital El coloquio de los perros

 24/10/2021  

 

ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS
(La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021)

por NATALIA CARBAJOSA

        Hablar de intemperie y de desarraigo metafísicos en esta época de refugiados, desplazados, inmigrantes y afectados por inundaciones, terremotos o volcanes que, en cuestión de segundos, pierden los bienes de toda una vida y a sus seres queridos, puede sonar injusto y banal. Como siempre ocurre, lo urgente —y vaya si lo es— nos hace perder de vista lo importante: en este caso, que cualquiera que llegue al mundo o se despida de él, por bien rodeado que se halle de paredes sólidas y de una prole afectuosa, lo hace desde su menesterosa condición de ser desnudo, solo y desarraigado. La conciencia, en momentos de especial intensidad o estado de alerta, así se lo recuerda. La poesía, como límite humano de la condensación del pensamiento que puede llegar a ser, también.
        Los poemas de Las lagartijas guardan los teatros captan sin énfasis añadido esta precariedad existencial, simbolizada en el doméstico y milenario reptil —las lagartijas— que, bien como recuerdo de una infancia nada edulcorada en la que «morían a manos de niños crueles», bien como guardianas impasibles de las ruinas de un teatro —y ahí seguirán cuando esas ruinas, lo mismo que  nosotros, se hayan desintegrado por completo—, aportan a este edificio poético a la vez individual y colectivo proporción y perspectiva. Desde este lugar/umbral donde todo es impreciso, todo fluctúa y se derrama caprichosamente de un extremo a otro sin llegar a definirse por completo —la casa y el mundo de afuera; el presente y el pasado o, mejor dicho, el “yo” presente y pasado; la luz y la sombra; el objeto y el ojo que mira/la palabra que lo nombra—, los versos, a menudo desgranados más bien en prosa poética, resuenan sin embargo como adagios definitivos, incluso en su aparente sencillez: «Así huiremos del pequeño porcentaje recordado»; «La memoria crea y ocupa»; «El otro [espacio habitable], el real, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria»; «Un aire tranquilo guarda el tiempo como si nada avanzara»; «Ya no hay mudanzas, solo retiro»; «La casa irradia y se expande»; «algo en nosotros decidió qué cosas merecían salvarse del olvido y cuáles no»; «Solo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas»; «Es hermosa y no lo quiere saber, en ella está la lluvia»...

 

 




Gómez Ribelles insiste en la imposibilidad de aprehender el instante, mucho menos de dejarlo registrado con cierta solvencia en palabras o —a pesar de tener, como pintor, más fe en las imágenes, tal como ilustra el poema ‘Que no sea palabra’— de almacenarlo en la memoria fotográfica con ilusión de veracidad: «cuando las cosas que vemos no coinciden con los recuerdos es mejor quedarse con ellos». De este modo, revela un asunto crucial y común a todos en nuestro paso por la vida, ese que hace que volvamos con reticencia o extrañeza a las fotos antiguas y que prefiramos quedarnos con las que ha inventado, con persistencia y mucho más éxito, nuestra imaginación. Y ahí entra su aliada, la poesía, con su torpe y humilde material de acarreo, reunido a lo largo de los años: la palabra que “salva” —por cuanto rescata del olvido— «allí, donde el tiempo nos abandona».
        Las lagartijas guardan los teatros restituye a la intemperie temporal y espacial que nos constituye su cualidad de inexpresable, más allá de soluciones ya ensayadas («no es eso, no es eso») o teñidas por la nostalgia («Creer que las cosas te esperan. / Que retornar a esos sitios hará que aparezcan de nuevo / y que contengan en su letargo todo lo que fue tuyo. / No es verdad»). El tono adoptado, sin embargo, no pierde nunca la serenidad, ni la conciencia lo que significa ser «moderadamente felices». Se dulcifica aún más, por ejemplo, al constatar que la persona amada ha entrado en un recuerdo que antes solo le pertenecía al poeta, y lo ha hecho suyo —el verbo correcto, en el universo temático del autor, sería que lo ha “habitado”: «¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Claro que me acuerdo, me lo has contado. La miro, y comprendo que es verdad».
        Conocido hasta la fecha sobre todo como pintor, si bien los temas de sus exposiciones, así como las palabras que acompañan los catálogos correspondientes, siempre delatan esa vocación compartida entre la expresión artística visual y la lingüística, Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía.

 

 

 

 

REVISTA EL CIERVO

Dionisia García

 

 

El poeta/pintor Antonio Gómez Ribelles abre sus puertas a la verdad a través de la búsqueda. El paso del tiempo y los lugares tienen protagonismo (“los lugares cambian de estado como los insectos”). Dichos cambios son los ejes del poeta. En el título destacan las “lagartijas”: un modo de ver al animal, contemplarlo en ese territorio de la infancia donde todo pasaba. “Ahora ya no mato lagartijas”, afirma, tras habernos deleitado con su escritura.

 

Dionisia García

 

                                                                                                                      Revista EL CIERVO

Marzo-abril 2022

 

 



 

 

 

 

Diario LA VERDAD

 

Antonio Parra Sanz 

Enero 2022  

 


 

 

 


 

jueves, 17 de junio de 2021

HIJOS DEL VOLCÁN

 

HIJOS DEL VOLCÁN


Antonio Gómez Ribelles



                                                                                                   





Nota de Prensa



El artista Antonio Gómez Ribelles inaugura su próxima exposición:

Hijos del Volcán en el Museo Cristóbal Gabarrón de Mula.


 
El Museo Cristóbal Gabarrón de Mula presenta el sábado 19 de junio a las 19:30 h, la exposición “Hijos del volcán” del artista valenciano afincado en Cartagena Antonio Gómez Ribelles, que se podrá ver en las Salas 1 y 2 del museo hasta el 26 de septiembre de 2021.

Hijos del volcán, evoca la tradición popular arraigada a Mula y su comarca, la leyenda del volcán, son historias trasmitidas de generación en generación, que rodea al castillo islámico de Alcalá, localizado junto a la Puebla de Mula.

La exposición, comisariada por Olga Rodríguez Pomares y Juan García Sandoval pone de manifiesto las relaciones existentes entre el paisaje cotidiano, la memoria y el cuerpo. El proyecto lo componen más de cuarenta obras entre retratos, paisajes y composiciones múltiples, junto con dos vídeos monacales, composiciones realizadas entre 2019 y 2021.
 
Las obras están realizadas a dibujo, pinturas y con tintas de diversos tipos, sobre papeles artísticos, tienen como base, parte de fotografías impresas en ellas, que interviene, en ese proceso de reconstrucción de los recuerdos y el olvido, todo como soporte de la obra artística, es un proceso de construcción de la historia. El uso de la fotografía es el elemento de base que le permite la interiorización como memoria personal y donde genera un diálogo con las imágenes, forjando relatos, identidad y memoria a través de composiciones contemporáneas.

El germen inicial de la exposición material es un conjunto de ferrotipos de finales del siglo XIX que proceden de Mula, en ellos, se recogen retratos de personas relacionadas por un vínculo familiar o de amistad. En Hijos del volcán, el artista les da cobijo y reivindica su memoria, confiriéndoles un nuevo valor de relato. 

Hijos del volcán, encontramos la carga afectiva y narrativa que surgen de la necesidad de “hacer” memoria, donde Gómez Ribelles interactúa con la vida misma, donde recupera y re-interpreta los archivos fotográficos y lo inmaterial del paisaje, es una manifestación contemporánea, donde entronca con la memoria individual y colectiva, y la memoria histórica, buscando introducir significados.

 
Antonio Gómez Ribelles 

Nacido en Valencia en 1962, pasa su infancia en Jaca. Estudia Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia. Es profesor de educación secundaria desde 1986, y como artista visual empieza a exponer individualmente en 1987. Después de vivir en Huesca y Asturias, se instala en Cartagena en 1995, desde donde ha desarrollado la mayoría de actividades artística y literarias. Ha participado en numerosas exposiciones colectivas y ferias de arte, y participado en obras colectivas literarias, presentaciones de artistas y textos y poemas para catálogos. Tiene dos libros de poesía e imagen publicados.

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Créditos: Antonio Gómez Ribelles

sábado, 26 de septiembre de 2020

JUAN DE DIOS GARCÍA LEE "EN UNA CAJA DE GALLETAS"

 

Para mi exposición del mismo título (año 2015 en el Museo Los Baños de Alhama), el poeta Juan de Dios García escribió el texto que ya apareció en este blog

Ahora queda leído por él.  De su canal de youtube.

Un precioso texto y una emotiva lectura.

 

https://www.youtube.com/watch?v=Fvi-WrOTIn0&feature=youtu.be

 


 

martes, 25 de febrero de 2020

PARA LUIS MARINO Y SU EXPOSICIÓN DUE VENECIA

Éste es el texto que escribí para el catálogo de la exposición de fotografías de Luis Marino en la sala de la Universidad Popular de Mazarrón en enero de 2020. El carnaval de Venecia centrado en el ojo tras la máscara.  

Due Venecia fue el título de una exposición compartida con José Manuel Ureña.






© Luis Marino






TODOS MIRAN


Antonio Gómez Ribelles


Volvemos a los lugares que nos marcaron, los lugares que en un momento fueron anclaje de multitud de cosas que giraron alrededor. Esos lugares reales o emocionales, o ambas cosas, y alguna más a la vez, forman un conjunto complejo de variables, una dispersión caótica dentro de unos límites. Y esos sitios cargados de mucho más que una mera posición en el mapa, son una especie de atractor extraño, por apropiarnos de la teoría del caos, que se convierten en una regularidad en el tiempo y en el espacio que lo dirige.

Volver a Venecia supuso para Luis Marino el movimiento necesario, la vuelta obligada a algo que quedó interrumpido, y que tenía que ser negociado de nuevo. Una historia que nos lleva desde la pérdida hasta la recuperación por caminos inestables o alterados por un conjunto de fuerzas estéticas y memoriales. Una historia en el tiempo, las fechas también son emocionales en Luis Marino, desde su primer viaje en 1999 y el segundo en 2007; y entre ellos algo cercano al desorden.

Que el carnaval naciera a finales del siglo XIII, su actual configuración barroca y su historia nada tienen que ver con la obra seleccionada por Luis. Es un proyecto largo y dilatado con ya dos exposiciones que nos muestran un carnaval veneciano más relacionado con lo que físicamente podemos conocer, algo más ligado al color, a los personajes tópicos, a la decadencia barroca de una ciudad invadida por el turismo y las multitudes, pero una ciudad que se exhibe en todo lo que puede. Y a través de esa exhibición aparece también el hecho inquietante de saberse observado con total impunidad, y es eso lo que tras el espectáculo del disfraz esconde la máscara, el ojo de la cerradura por la que de niños intentábamos ver a escondidas.

Napoleón, mientras ocupa Venecia, prohíbe el Carnaval en 1797 por miedo a que en ese contexto que daba la posibilidad de que se mezclaran las distintas clases, su principal raíz, todos protegidos en el anonimato, pudieran crearse las condiciones idóneas para una conspiración. Fiestas privadas con enmascarados realmente podrían ser el mejor entorno y algo difícil de controlar. Las máscaras venecianas parecen esconder la voz o como mucho convertirla en susurros, el rumor que quizá temiera Napoleón. Pero, en realidad, más bien habría que pensar en una inseguridad ante lo oculto e incontrolable en general, la liberación de todas las normas y costumbres, el exceso permitido, dejar salir fuera al demonio por unos días. La protección del disfraz es una tradición tan antigua como queramos llegar, desde las pinturas ceremoniales arcaicas, las máscaras celebrativas y de orden religioso, las máscaras del teatro griego que servían para proyectar la voz, las saturnales romanas, hasta la aparición de los mass media, el cine y el cómic y su pléyade de superhéroes disfrazados o auténticamente ocultos: Superman, Batman, Roscharch, Ironman, el Guerrero del Antifaz, el Llanero Solitario, el Zorro, etc; verdugos con permiso para matar, la máscara de plata del rey Balduino, penitentes y nazarenos que relacionan su anonimato con el pecado, los luchadores de lucha libre mexicanos o simplemente las máscaras cotidianas que todo el mundo se fabrica a diario para protegerse de los demás y proteger su intimidad. El surrealismo interpretará la liberación del subconsciente con la autentica libertad del ser humano, constreñido por la educación, la religión, las normas sociales y familiares, porque allí donde lo consciente no controla nuestra actitud está realmente el individuo libre. Son momentos lúdicos los que pasamos cuando adoptamos otra vestimenta, casi otra personalidad en unos días dedicados al disfrute, al exhibirse unos y otros, adoptando otras maneras, ciñéndose a la expresión corporal de algo inmaterial , un juego sutil de posturas, sobre todo de  miradas. Eso expresa muy bien el espíritu del Carnaval veneciano, lento, pausado, pensado, como todo lo que se mueve por la ciudad. Mostrarse al mundo sabiéndose bello y protegido.

Aquí en Venecia no hay superhéroes sino humanos muy humanos, vestidos de la desinhibición permitida por unos días, liberar la mente de los prejuicios, tocar, beber o bailar con desconocidos, pero, sobre todo, mirar con la absoluta libertad que te da el escondite.

Pero cerrando un campo tan abierto y lleno de la exuberancia barroca, dejamos la belleza de una ciudad difícil, dejamos los canales y sus reflejos, las gentes y sus lujosos trajes, colores y movimientos y nos acercamos, en fotografías en blanco y negro, hasta lo que nunca queda escondido tras la máscara: el ojo, no el ojo de la máscara sino el que queda tras ella. Ese es el tema que ha elegido Luis Marino.

El ojo ve pero a la vez ilumina. Recordamos esa primera teoría de la visión que lo convertía en un órgano productor de rayos visuales que emitíamos nosotros, que salían de nuestros ojos hacia los objetos para poder verlos, en una explicación que centralizaba en el hombre el poder de hacer existir las cosas, o al menos de hacerlas visibles. El ojo se convirtió en un símbolo al que se reconoce un poder superior a través de las todas las culturas; desde el ojo de Horus surge como una imagen del poder espiritual frente al poder físico de las manos, centro de convergencia de las fuerzas exteriores e interiores, pero sobre todo como el ojo fascinante y fascinador. Egipto, Grecia, Extremo Oriente, etc., muestran cantidad de ejemplos de transmisión de la idea poderosa del ojo, identificado con el sol o con otros dioses, incluso la iconografía cristiana y su ojo que todo lo ve, llegando hasta nuestros días a través de las vanguardias y el esoterismo. El ojo se convierte en poder y conocimiento y muestra de la inteligencia superior, y recurrir a su imagen es querer hablar de algo muy humano, pero a la vez algo más alejado que la mera visión que nos permite la percepción directa.

Lo que tapa el disfraz se ve a través del ojo. El yo no desaparece, tal vez aparezca en su verdadera esencia aunque sea a través del tópico del carnaval veneciano y sus personajes. Y aparece el deseo de ver sin ser reconocido, ver siendo visto a medias: la mirada que se oculta a la mirada, la visión restringida. La mirada desde el ojo de la máscara. El disfraz-muralla que te defiende y te hace poderoso por un tiempo. Igual que de una fotografía la única verdad que conocemos de manera fidedigna es que algo o alguien estuvo ante la cámara y alguien miró, la única verdad ante el enmascarado es que alguien te mira.

El surrealismo pretendió la verdadera liberación del ser humano y algo así necesita el embozado para sentirse libre, sentir que es él el que ilumina su mundo, y que es libre para ver y practicar lo bueno y no tan bueno, lo limpio y lo oculto a los ojos de la moral frente a los ojos del hombre liberado de los convencionalismos y sobre todo de las normas sociales que lo hacen un hombre domesticado y adaptado a la sociedad del buen gusto y de las leyes.

Cuantas veces hemos pensado que la máquina fotográfica nos protegía ante lo ajeno, como si protegidos con ella nuestra timidez fuera menos y pudiéramos hacer cosas que no haríamos en otras circunstancia. Es la idea de Susan Sontag de que el fotógrafo está de visita en las vida ajenas y que la cámara es un pasaporte que aniquila las fronteras morales y las inhibiciones. Sabemos ya que si eso fue posible en algún tiempo, ya no es lo habitual, e incluso se convierte en un artefacto peligroso del que se recela en un mundo que se ha vuelto muy celoso de su imagen personal, pero que a la vez está en un magma inmenso de consumo veloz de imágenes privadas propias y ajenas. El fotógrafo desconocido se ve como un posible entrometido en la vida personal, alguien capaz de robar y mostrar aquello que no queremos mostrar. No hay más que ver cómo algunos niños posan con verdadera facilidad hasta que se vuelven conscientes de ellos mismos y de que hay muchas cosas en ellos que se pueden considerar íntimas y se sienten incómodos ante el posado; como un Adán que descubre la desnudez. El Carnaval de Venecia es, también en esto, un periodo de liberación de esas costumbres y los disfrazados se muestran con deseo a la mirada del otro y sobre todo a la cámara del otro. Son como esos niños que quieren recuperar el gusto por mostrarse sin inhibiciones. La cámara de Luis en Venecia es la máscara protectora de su mirada osada, que aquí mira donde quiere y lo que quiere ante la facilidad y el posado de los venecianos.

Decíamos al principio que la vuelta a Venecia supuso para Luis Marino una historia en el tiempo a nivel personal, una vuelta para recomponer emociones. La fotografía es un trabajo en el tiempo a pesar de la imagen fija. El tiempo de Luis Marino en Venecia se reescribió en la ciudad, sus calles y canales, en la Fenice, en acontecimientos extraordinarios pero inscritos en el eterno retorno. El moverse ante el movimiento de los demás, buscar dejar escrito en cada foto un tiempo ante y detrás de cada imagen. Cada foto será un momento decisivo, no una imagen congelada, como si nada transcurriera. El tiempo acabará concretándose en el de los otros y en el ojo ajeno, no en el propio, como si todo sucediera más allá de lo visible, en la incongruencia de una visión que ve más allá o detrás de la superficie. Pero la mirada directa retrata sin ser reconocido al hombre o la mujer tras la máscara, descargados del color, esencial y distinto a lo que le rodea, mucho más él o ella que antes. Y retrata al fotógrafo, que se verá en su fotos, en todas y cada una de ellas, en el recuerdo volcado sobre la serie completa. La fotografía es una superficie, pero es una superficie en la que el ojo de la máscara deja ver el humano, y el ojo humano proyecta hacia atrás, más allá de lo visible. La luz entra por la ventana del antifaz y el ojo se ilumina a la vez que nos ilumina, espectadores de unas fotografías que son una nueva mirada sobre nosotros. Dobles pantallas, proyecciones de dos sentidos y de múltiples visiones, el observador observado.

No puedo dejar de pensar en el ojo en plano de detalle de Norman Bates mirando por un agujero mientras la luz del baño lo ilumina; pero esta vez Marion sabe que alguien la está mirando, sabe que detrás de la pared hay alguien y que también lo sabe. Ve el ojo que la luz delata. Ella sigue desnudándose. La misma luz alumbra el ojo y a Marion. Ella coge una cámara, se aproxima a la pared y usando el pequeño visor hace que las dos miradas se enfrenten.

Nadie matará a nadie.