lunes, 9 de noviembre de 2015

LAS AGENDAS DEL OLVIDO. Mª José Villarroya

Lectura realizada en el Museo Arqueólogico LOS BAÑOS de Alhama de Murcia, el 6 de noviembre de 2015.

Gracias por el regalo.







CLAUSURA DE LA EXPOSICIÓN “En una caja de galletas”.

Quise escribir un poema, como los que escriben quienes aquí están. Unos versos sobre la memoria y el olvido. Y las benditas cajas de galletas donde se guardan lo que ya nunca será. Y elegí para comenzarlo una cita de Juan de Dios García “Memoria es el país de donde llega siempre la tristeza”. Pero no pudo ser. “Terminaba tan triste que nunca lo pude empezar”
Así que, volví a lo mío. Y elegí hablar de otro tipo de olvidos: el de las agendas.



Las agendas del olvido

En una tienda de mi barrio venden agendas para anotar aquellas cosas que se quiere olvidar. Y parece un negocio rentable.
Al principio las agendas se amontonaban en un rincón. Se escondían junto a los libros de saldo, como si el dueño de la tienda anduviera pidiendo disculpas por su presencia. Una de esas cosas de las que uno casi se avergüenza. Un error cualquiera.
Por eso mismo, por error, la compró Obdulia, la peluquera del barrio, sin saber qué compraba. Tenía intención de  romper con el cartero. Estaba harta de un novio que, entre las facturas que cada día llevaba a su buzón, nunca deslizara una carta de amor. Dicen que apuntó en la agenda la hora a la que había quedado una tarde para devolverle las cartas que él nunca le había llegado a escribir. Pero olvidó acudir a la cita y, en la tarde convenida, que nunca recordó, aquella tarde en que pensaba acabar para siempre, con seis sencillos whatsapps, el cartero y Obdulia pusieron fecha de boda. 
Debió contarlo en la peluquería una mañana gris de noviembre porque seis de las clientas de Obdulia acudieron a comprar una agenda de olvidos a la tienda de mi barrio la tarde de la misma mañana gris. Y empezaron a apuntar las citas y recados que no deseaban recordar.
Se sabe que Rosario anotó la cena con las antiguas compañeras del colegio con las que una vez al mes en el restaurante francés compartía todo lo que nunca tuvieron en común.
Mariana y tres madres más faltaron a la reunión en el colegio de la Consolación. Y la señorita Lucía, a quien llamaban caracaballo,  las echó en falta por ser de las mamás habituales. Tampoco Cristina pasó a ver a su suegra, tal y como su marido había convenido.
Y al volver Manuel del instituto, tuvo que sacar la ropa sucia de toda la semana y recoger del suelo sus zapatillas de deporte, asombrado de que su madre no le hubiera ordenado la habitación como cada jueves.
Después compraron agendas del olvido todas las aburridas amigas del colegio de Rosario. Y nunca más las volvieron a ver cenando juntas una vez al mes, compartiendo humo, en el restaurante francés de Camille, junto a la peluquería de Obdulia.
Algunas de las amigas de Cristina compraron también agendas y dejaron de visitar a las suegras. En los últimos meses hay señoras de avanzada edad jugando al mus sonrientes con caballeros jubilados en el hogar del pensionista, a las habituales horas en que aguardaban la visita de sus nueras para repasar el estado de todas sus dolencias y sus males.  
Y la señorita Lucía, la caracaballo, compró una remesa de agendas como regalo de Navidad para sus compañeros del colegio de la Consolación. El segundo trimestre los alumnos recibieron las notas sin que nadie se hubiera acordado de corregir los exámenes.
Dicen, aunque no está demostrado, que ahora Manuel escribe notas en la agenda de su madre antes de salir para el instituto. En ellas le recuerda las cosas que una madre no debe hacer por su hijo. Desde entonces, no ha vuelto a ordenar su habitación ni a poner la mesa porque su madre siempre olvida lo que no debería haber hecho jamás.
En la tienda de mi barrio hace mucho que las agendas ocupan lugar principal en los cristales del escaparate. Las chicas las compran de muchos colores para escribir en ellas los nombres de las amigas que las defraudaron. Las amas de casa, para apuntar con primorosa letra los sueños que nunca cumplirán, los secretos que cuesta trabajo guardar y los amores furtivos que nadie debe conocer. Los hombres de negocio anotan reuniones a las que no quieren acudir y facturas que no podrían pagar. Hasta los resultados de encuentros que sus equipos no debieron haber perdido. Los alumnos de la Consolación escriben los deberes que sus maestros ya no recordarán corregir.
Y a don Ramón, el párroco, le han descubierto una agenda en la que todos los días del año repiten un nombre de mujer, el nombre de esa muchacha que cada día acude a misa de primera hora de la mañana. Está convencido de que esa es la única manera de apagar esos ojos inmensos que lo persiguen cada noche y que no tienen otra cura que no sea el olvido.


Mª José Villarroya Durá
6 de noviembre de 2015

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