martes, 25 de febrero de 2020

PARA LUIS MARINO Y SU EXPOSICIÓN DUE VENECIA

Éste es el texto que escribí para el catálogo de la exposición de fotografías de Luis Marino en la sala de la Universidad Popular de Mazarrón en enero de 2020. El carnaval de Venecia centrado en el ojo tras la máscara.  

Due Venecia fue el título de una exposición compartida con José Manuel Ureña.






© Luis Marino






TODOS MIRAN


Antonio Gómez Ribelles


Volvemos a los lugares que nos marcaron, los lugares que en un momento fueron anclaje de multitud de cosas que giraron alrededor. Esos lugares reales o emocionales, o ambas cosas, y alguna más a la vez, forman un conjunto complejo de variables, una dispersión caótica dentro de unos límites. Y esos sitios cargados de mucho más que una mera posición en el mapa, son una especie de atractor extraño, por apropiarnos de la teoría del caos, que se convierten en una regularidad en el tiempo y en el espacio que lo dirige.

Volver a Venecia supuso para Luis Marino el movimiento necesario, la vuelta obligada a algo que quedó interrumpido, y que tenía que ser negociado de nuevo. Una historia que nos lleva desde la pérdida hasta la recuperación por caminos inestables o alterados por un conjunto de fuerzas estéticas y memoriales. Una historia en el tiempo, las fechas también son emocionales en Luis Marino, desde su primer viaje en 1999 y el segundo en 2007; y entre ellos algo cercano al desorden.

Que el carnaval naciera a finales del siglo XIII, su actual configuración barroca y su historia nada tienen que ver con la obra seleccionada por Luis. Es un proyecto largo y dilatado con ya dos exposiciones que nos muestran un carnaval veneciano más relacionado con lo que físicamente podemos conocer, algo más ligado al color, a los personajes tópicos, a la decadencia barroca de una ciudad invadida por el turismo y las multitudes, pero una ciudad que se exhibe en todo lo que puede. Y a través de esa exhibición aparece también el hecho inquietante de saberse observado con total impunidad, y es eso lo que tras el espectáculo del disfraz esconde la máscara, el ojo de la cerradura por la que de niños intentábamos ver a escondidas.

Napoleón, mientras ocupa Venecia, prohíbe el Carnaval en 1797 por miedo a que en ese contexto que daba la posibilidad de que se mezclaran las distintas clases, su principal raíz, todos protegidos en el anonimato, pudieran crearse las condiciones idóneas para una conspiración. Fiestas privadas con enmascarados realmente podrían ser el mejor entorno y algo difícil de controlar. Las máscaras venecianas parecen esconder la voz o como mucho convertirla en susurros, el rumor que quizá temiera Napoleón. Pero, en realidad, más bien habría que pensar en una inseguridad ante lo oculto e incontrolable en general, la liberación de todas las normas y costumbres, el exceso permitido, dejar salir fuera al demonio por unos días. La protección del disfraz es una tradición tan antigua como queramos llegar, desde las pinturas ceremoniales arcaicas, las máscaras celebrativas y de orden religioso, las máscaras del teatro griego que servían para proyectar la voz, las saturnales romanas, hasta la aparición de los mass media, el cine y el cómic y su pléyade de superhéroes disfrazados o auténticamente ocultos: Superman, Batman, Roscharch, Ironman, el Guerrero del Antifaz, el Llanero Solitario, el Zorro, etc; verdugos con permiso para matar, la máscara de plata del rey Balduino, penitentes y nazarenos que relacionan su anonimato con el pecado, los luchadores de lucha libre mexicanos o simplemente las máscaras cotidianas que todo el mundo se fabrica a diario para protegerse de los demás y proteger su intimidad. El surrealismo interpretará la liberación del subconsciente con la autentica libertad del ser humano, constreñido por la educación, la religión, las normas sociales y familiares, porque allí donde lo consciente no controla nuestra actitud está realmente el individuo libre. Son momentos lúdicos los que pasamos cuando adoptamos otra vestimenta, casi otra personalidad en unos días dedicados al disfrute, al exhibirse unos y otros, adoptando otras maneras, ciñéndose a la expresión corporal de algo inmaterial , un juego sutil de posturas, sobre todo de  miradas. Eso expresa muy bien el espíritu del Carnaval veneciano, lento, pausado, pensado, como todo lo que se mueve por la ciudad. Mostrarse al mundo sabiéndose bello y protegido.

Aquí en Venecia no hay superhéroes sino humanos muy humanos, vestidos de la desinhibición permitida por unos días, liberar la mente de los prejuicios, tocar, beber o bailar con desconocidos, pero, sobre todo, mirar con la absoluta libertad que te da el escondite.

Pero cerrando un campo tan abierto y lleno de la exuberancia barroca, dejamos la belleza de una ciudad difícil, dejamos los canales y sus reflejos, las gentes y sus lujosos trajes, colores y movimientos y nos acercamos, en fotografías en blanco y negro, hasta lo que nunca queda escondido tras la máscara: el ojo, no el ojo de la máscara sino el que queda tras ella. Ese es el tema que ha elegido Luis Marino.

El ojo ve pero a la vez ilumina. Recordamos esa primera teoría de la visión que lo convertía en un órgano productor de rayos visuales que emitíamos nosotros, que salían de nuestros ojos hacia los objetos para poder verlos, en una explicación que centralizaba en el hombre el poder de hacer existir las cosas, o al menos de hacerlas visibles. El ojo se convirtió en un símbolo al que se reconoce un poder superior a través de las todas las culturas; desde el ojo de Horus surge como una imagen del poder espiritual frente al poder físico de las manos, centro de convergencia de las fuerzas exteriores e interiores, pero sobre todo como el ojo fascinante y fascinador. Egipto, Grecia, Extremo Oriente, etc., muestran cantidad de ejemplos de transmisión de la idea poderosa del ojo, identificado con el sol o con otros dioses, incluso la iconografía cristiana y su ojo que todo lo ve, llegando hasta nuestros días a través de las vanguardias y el esoterismo. El ojo se convierte en poder y conocimiento y muestra de la inteligencia superior, y recurrir a su imagen es querer hablar de algo muy humano, pero a la vez algo más alejado que la mera visión que nos permite la percepción directa.

Lo que tapa el disfraz se ve a través del ojo. El yo no desaparece, tal vez aparezca en su verdadera esencia aunque sea a través del tópico del carnaval veneciano y sus personajes. Y aparece el deseo de ver sin ser reconocido, ver siendo visto a medias: la mirada que se oculta a la mirada, la visión restringida. La mirada desde el ojo de la máscara. El disfraz-muralla que te defiende y te hace poderoso por un tiempo. Igual que de una fotografía la única verdad que conocemos de manera fidedigna es que algo o alguien estuvo ante la cámara y alguien miró, la única verdad ante el enmascarado es que alguien te mira.

El surrealismo pretendió la verdadera liberación del ser humano y algo así necesita el embozado para sentirse libre, sentir que es él el que ilumina su mundo, y que es libre para ver y practicar lo bueno y no tan bueno, lo limpio y lo oculto a los ojos de la moral frente a los ojos del hombre liberado de los convencionalismos y sobre todo de las normas sociales que lo hacen un hombre domesticado y adaptado a la sociedad del buen gusto y de las leyes.

Cuantas veces hemos pensado que la máquina fotográfica nos protegía ante lo ajeno, como si protegidos con ella nuestra timidez fuera menos y pudiéramos hacer cosas que no haríamos en otras circunstancia. Es la idea de Susan Sontag de que el fotógrafo está de visita en las vida ajenas y que la cámara es un pasaporte que aniquila las fronteras morales y las inhibiciones. Sabemos ya que si eso fue posible en algún tiempo, ya no es lo habitual, e incluso se convierte en un artefacto peligroso del que se recela en un mundo que se ha vuelto muy celoso de su imagen personal, pero que a la vez está en un magma inmenso de consumo veloz de imágenes privadas propias y ajenas. El fotógrafo desconocido se ve como un posible entrometido en la vida personal, alguien capaz de robar y mostrar aquello que no queremos mostrar. No hay más que ver cómo algunos niños posan con verdadera facilidad hasta que se vuelven conscientes de ellos mismos y de que hay muchas cosas en ellos que se pueden considerar íntimas y se sienten incómodos ante el posado; como un Adán que descubre la desnudez. El Carnaval de Venecia es, también en esto, un periodo de liberación de esas costumbres y los disfrazados se muestran con deseo a la mirada del otro y sobre todo a la cámara del otro. Son como esos niños que quieren recuperar el gusto por mostrarse sin inhibiciones. La cámara de Luis en Venecia es la máscara protectora de su mirada osada, que aquí mira donde quiere y lo que quiere ante la facilidad y el posado de los venecianos.

Decíamos al principio que la vuelta a Venecia supuso para Luis Marino una historia en el tiempo a nivel personal, una vuelta para recomponer emociones. La fotografía es un trabajo en el tiempo a pesar de la imagen fija. El tiempo de Luis Marino en Venecia se reescribió en la ciudad, sus calles y canales, en la Fenice, en acontecimientos extraordinarios pero inscritos en el eterno retorno. El moverse ante el movimiento de los demás, buscar dejar escrito en cada foto un tiempo ante y detrás de cada imagen. Cada foto será un momento decisivo, no una imagen congelada, como si nada transcurriera. El tiempo acabará concretándose en el de los otros y en el ojo ajeno, no en el propio, como si todo sucediera más allá de lo visible, en la incongruencia de una visión que ve más allá o detrás de la superficie. Pero la mirada directa retrata sin ser reconocido al hombre o la mujer tras la máscara, descargados del color, esencial y distinto a lo que le rodea, mucho más él o ella que antes. Y retrata al fotógrafo, que se verá en su fotos, en todas y cada una de ellas, en el recuerdo volcado sobre la serie completa. La fotografía es una superficie, pero es una superficie en la que el ojo de la máscara deja ver el humano, y el ojo humano proyecta hacia atrás, más allá de lo visible. La luz entra por la ventana del antifaz y el ojo se ilumina a la vez que nos ilumina, espectadores de unas fotografías que son una nueva mirada sobre nosotros. Dobles pantallas, proyecciones de dos sentidos y de múltiples visiones, el observador observado.

No puedo dejar de pensar en el ojo en plano de detalle de Norman Bates mirando por un agujero mientras la luz del baño lo ilumina; pero esta vez Marion sabe que alguien la está mirando, sabe que detrás de la pared hay alguien y que también lo sabe. Ve el ojo que la luz delata. Ella sigue desnudándose. La misma luz alumbra el ojo y a Marion. Ella coge una cámara, se aproxima a la pared y usando el pequeño visor hace que las dos miradas se enfrenten.

Nadie matará a nadie.

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