lunes, 21 de enero de 2013

OTRO LUGAR


A través de los barrotes de una cuna. Yo veía la luz roja, la habitación iluminada por la luz roja a través de los barrotes. Es extraño, pero también los barrotes parecían iluminados, y sé que no es posible porque la luz está fuera, pero mi memoria de aquellos pocos años no sabe de direcciones de luz ni de contraluces, así que pinté también los barrotes de color. Los que tenemos mi edad sabemos de esa costumbre de tapar las lámparas con un trapo rojo en las habitaciones de los enfermos, sobre todo si se tenía sarampión. Supongo que así se mitigaba el triste aspecto de una piel llena de pupas rojas.

Claramente, ese no es mi primer recuerdo, debe haber otros, pero en la multitud de veces que se rememora uno de ellos, se le asciende en la escala de importancia y puede que también en el tiempo: lo más traumático asciende en el escalafón, lo demás se aparta o se olvida. Es común trastocar la cronología, el orden, el tiempo, el espacio, los protagonistas. Habrá otros anteriores, pero, la verdad, no me importa. Otro día podré contar que otro recuerdo es el primero y será verdad, igual que ahora éste me viene a la cabeza cuando Manuel Rivas nos propone buscar el primero, en su caso el primero en que tuvimos miedo. Así empieza “Las voces bajas”, su último libro, y así empieza la literatura, con un recuerdo y un relato: a partir de ahí nacen todas esas realidades nacidas de la ficción que en círculos concéntricos crean lo real, en los cuales la realidad es sólo uno de esos círculos. Da igual que el libro de Rivas sea memoria o una novela, nosotros decidimos. Los lugares, los espacios de relación, vitales, pueden coexistir con “otro lugar, donde nace una segunda vida”, y ahí es donde nos escondemos para mostrarnos. En estos tiempos de simulación, nacemos a la segunda vida que seamos capaces de narrar, tal vez a la literatura, a la poesía, al arte.

Vino Manuel Rivas a Cartagena, como finalista del Premio Mandarache, y en una tarde-noche de relato nos dio una lección acerca de lo literario, de la tradición oral y la ficción no como parte de lo real sino como propia realidad; del hablar sin tasa y del silencio como formas de enfrentarse a la memoria. Nos hizo dibujos en los libros manchándose los dedos de tinta. En ningún momento necesitó hablar de su libro, él hablaba de literatura. Y es que la honestidad lo mancha todo.

Una imagen: desde la mesa levanta un folio con unos círculos concéntricos dibujados, petroglifos literarios, un relato llevado al papel.

¡Boh!



He llamado a mi madre, ella sabe si yo pasé el sarampión y a qué edad. Ella siempre dice que le pregunte a la tía, que tiene mejor memoria, y no se da cuenta de que ya no, que la edad ha hecho que se invente la mitad de las cosas que dice, y que muy fiable ya no es. Pero es una realidad como otra cualquiera. Y mi madre me ha dicho que sí, que pasé el sarampión y lo del trapo rojo, pero no diré nada más. Es mi primer recuerdo, y punto.


3 comentarios:

carmen dijo...

No es mi primer recuerdo pero sí uno muy vívido porque supuso el descubrimiento infantil de que los adultos, a los que los niños amamos sin fisuras, también mienten.

Estaba enferma aunque no recuerdo encontrarme mal.
En la habitación de mis padres, bajo un mirador que a mí se me antojaba enorme habían colocado aquello que llamaban entonces una "cama turca" y allí me habían acostado a mí,bien arrebujada en una toquilla azul que mi madre tejiera con sus manos mientras contábamos juntas: Dos del derecho, dos del revés y se pasa la hebra.

Era invierno- uno de los de antes, cuando el frío, inmisiricorde, se adueñaba de las casas y de las aulas de los colegios- yo era una niña que tenía siempre frío, pero no en esa ocasión, recostada entre almohadones que mi madre bullía a cada rato, envuelta en mantas de colores chillones y en mi dulce toquilla azul.

Sarampión, sentenció el médico y yo, feliz, calculando que por lo menos tenía para una semana fuera del alcance de las monjas. Antes de una hora sucedieron las dos cosas que sucedían cada vez que mi hermano o yo enfermábamos: la aparición de una maravillosa pila de libros en el suelo, junto a la cama y la visita de mi abuela y de Rita, nuestra querida vecina: Qué preciosa, dijeron, parece una rosa, así, tan encarnada!
De inmediato pedí un espejo para disfrutar de la belleza extra que me procuraba ese rubor, confiada miré el reflejo de mi rostro y a continuación miré a mi abuela, a mi madre y a Rita que a su vez me miraban sonrientes. Entonces empecé a llorar con una pena nunca antes sentida, no por lo espantosa que estaba, que lo estaba, sino porque gratuita, absurda,irrespetuosamente me habían mentido aquellas queridas mujeres que eran todo mi mundo.
Fue así como supe, triste descubrimiento infantil, que nunca más podría volver a creer en nadie, como hasta entonces, ciegamente.

Antonio Gómez Ribelles dijo...

Tu comentario es un regalo. Gracias.

carmen dijo...

No, gracias a ti por ofrecerme el cabo del hilo del recuerdo.