Por Francisco José Sánchez Montalbán
Texto publicado en el catálogo de la exposición de Antonio Gómez Ribelles del mismo título, celebrada en el Museo del Teatro Romano de Cartagena, entre octubre de 2018 y enero de 2019.
Lugares del
olvido
Lugares del olvido es un ensayo sobre las estructuras
de la creación y el pensamiento contemporáneo que busca en la memoria y en sus
testigos un teatro intelectual donde proponer al espectador la experiencia de
la contemplación sublime: la belleza de la ruina y la devoción kantiana del
pensamiento emocional.
La exposición es un ejercicio coral, la construcción
de un organismo complejo en un territorio capturado a los artesanos laboriosos
de la pintura y a los de la fotografía. Es una cosecha arrancada, capricho a
capricho, de los materiales nobles a la química precisa y al dibujo fiel. Y
este agrupado orfeón de imágenes no hace más que asegurar las relaciones que el
artista mantiene con la seducción por lo histórico, entendida como el
certificado de lo bello en las iconografías y de las escrituras.
El pintor
habla
Antonio Gómez es uno de esos artistas de metodologías
diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos, y
casi también en su vida. Es un creador que habla de la familia, de la casa, del
territorio, de la memoria, del recuerdo y de los objetos que han tenido que ver
con las vivencias y las historias personales. Utiliza todo este material
referencial para sugerir y convocar un futuro interior y descriptivo; es decir,
en su trabajo los elementos de la memoria son pasarela y tránsito para avanzar.
En este empeño, desde un conocimiento experimentado de los materiales
pictóricos, junto a la astucia para indagar en los nuevos soportes
fotográficos, concibe contenidos supuestos donde el vínculo entre el gesto y el
lenguaje artístico le permite revelar su paradójica identidad de un ser
simbólico y empírico.
Su lenguaje pertenece a una generación de artistas que
llegan al nuevo milenio con una enérgica madurez en los contenidos y en la voz
de sus lienzos. El arte, en estos casos, es una herramienta de reorganizada
modernidad, un arma y aparejo para el desarrollo cultural y el pensamiento
transformador. Junto a cercanos proyectos anteriores como Había una casa, La
traición de la memoria, Palabra-Lugar, Señas de identidad o En una caja de
galletas, Antonio Gómez sigue planteando una interrelación global entre los
conceptos tradicionales de identidad e individualidad, la vinculación con
temáticas relativas a la historia y la naturaleza y el protagonismo presencial
de la familia como figuración simbólica del testimonio y el documento.
Los frutos del brachychiton, semblantes antepasados,
el aljibe o las proyecciones de una casa se confirmaron siempre en su obra como
unidades semánticas en tanto continentes ubicados más allá del texto artístico
y que se comprenden como una experiencia contextual y cultural.
La narrativa de Antonio Gómez es una resistencia al
tiempo sin futuro, a la vorágine del agotamiento; no tanto por los valores
temáticos que aseguran el acceso a unos alentadores contenidos sobre el pasado
común, sino por el poder del ejercicio de devolución social, de reconexión
cultural y de comunicación intelectual. En sus trabajos existe poderosamente la
materia como conocimiento, la imagen como juicio. La filósofa Marina Garcés
propone que el conocimiento es un modo de relacionarse con el ser, con el ser
del mundo que nos rodea y con el propio y esta organización es sin duda lo que
en el trabajo de Antonio Gómez posiciona los proyectos artísticos, plásticos y
literarios, como aparato estético, pedagógico y transformador que le facilita
ser parte de un sentimiento y de una intencionalidad de transformación del
pensamiento artístico.
Quizá el beneficio de todo su trabajo sea la variedad
de conexiones y transferencias entre los diferentes proyectos que se han ido
haciendo más intensas con el paso del tiempo: escultura, pintura, fotografía,
video, medios digitales de reproducción visual, música, poesía y narrativa,
asoman en su obra como procesos exploratorios a la búsqueda de nuevas preguntas
y respuestas. Por eso sus paradigmas son el de la creación abierta y el de los
principios de la intersección entre ámbitos y disciplinas diversas; y en
ocasiones su modelo de creación bascula también entre lo antropológico y lo
histórico relacionando el pulso ideológico y cultural desde productos artísticos,
multiculturales incluso, donde los códigos icónicos, iconográficos y semánticos
se someten a una serie infinita de contaminaciones e hibridaciones.
El trabajo de Antonio Gómez es un acto de preocupación
emocional que busca siempre estímulos nuevos, una astucia del sentimiento y del
compromiso con la eternidad.
Tiempo
Sí, son fotos pintadas. Fotos del tiempo, trozos de un
álbum rescatado de los antepasados, aquellos que sirvieron de testimonio, de
adorno o de certificado de presencia, que se convierten ahora en elementos
iconográficos que van más allá de su reconocido valor estético y documental.
Antonio Gómez asume la creciente corriente
contemporánea interesada en la fotografía doméstica y en los álbumes familiares
con el objetivo de construir un proyecto híbrido desde un experiencia personal
con herramientas y discursos fotográficos y pictóricos. Así, esta acción sobre
los testigos de su propio pasado, a veces desconocidos, se convierte en acto de
exploración en el material visual de su propia familia y en la busca de un
nuevo discurso sobre la identidad. La insistente incorporación de iconografías
propias como las semillas de brachychiton, las lechosas trazas de brochas
generosas a modo de sillares repetidos y ordenados, las tonalidades blancas y
melancólicas, la líquida pintura que se convierte signo y materia, o la línea
de un dibujo preciso, definidor y afirmativo en contornos destacados, colaboran
en el discurso intervencionista y re-modelador de su narrativa visual.
Los retratos de los álbumes familiares son la clave de
este proyecto. Los retratos del pasado son testigos simbólicos de una forma de
vida, de pensamiento y de cultura. Dice Joan Fontcuberta que los álbumes
ratifican la filiación patriarcal y la estructura molecular que se han ocupado
de garantizar la supremacía y la transmisión de capitales económicos,
simbólicos y sociales. Por eso estos retratos, ahora intervenidos, trascienden
de su función primera, casi totémica, rompiendo toda condición social y
jerárquica. No muestran una crónica familiar sino una nueva posibilidad de
crear correlaciones sociales. Cada cuadro, entonces, formará parte de un
ejercicio sobre el pasado revisitado, será un monumento a los objetos de la
memoria aunque enfocados a una nueva conducta sobre la existencia, quizá sobre
la propia autobiografía del autor ofrecida al espectador.
Antonio Gómez hace una arqueología sentimental en los
rostros que reaparecen como pretéritos testimonios que explican una nueva
mitología, una gravitas reformulada que vuelve a las paredes disolviendo al
sujeto, como un pasaporte insuficiente para determinar la individualidad. La
identidad se desvanece, es innecesaria y la forma velada se convierte en texto
de un retrato colectivo por descubrir.
A pesar de la evidente referencia, esta galería de
retratos no pretende defender la tradición y función del retrato pompeyano,
descendiente de las imágenes funerarias que perpetuaban la memoria en la
familia y en la sociedad; o transmitir las habilidades y posiciones barthianas
donde la pose, el trucaje, el atrezzo, la iluminación o la fotogenia construyen
la sugerencia o inducen a las connotaciones esteticistas y significantes.
Igualmente, tras su rescate de los álbumes, no evocan un troppo vero ni el
conjunto de circunstancias sobre el instante, la semejanza o la psicología
interior, sino que en esta galería se presentan como partículas de tiempo, un
ruido humano, de individuos aislados y anónimos que retratan un nosotros nuevo;
de la misma forma que el pensador Byung-Chul Han cree que la colectividad
contemporánea constituye una concentración sin congregación, una multitud sin
interioridad, un conjunto sin alma, estos retratos cuestionan ferozmente las
conexiones entre la realidad y el arte en una hibridación intelectual donde no
interesa la verdad como testimonio, pero sí como fragmento.
El sentido, entonces, proviene del reprocesado
apropiacionista y de una nueva significación. Y en esta combinación de imágenes
e iconografías ya no hay retrato de individuos sino retrato del tiempo, del
lugar y de la cultura en conexión con la idea del ser. Para el autor, estas
imágenes, son una herramienta o una forma de entrar en discursos sobre la
memoria, sobre la existencia o el descubrimiento personal o, como decía Marc
Augé, una forma de existir a los ojos de los demás, una medida de la intensidad
de ser. La memoria es entonces una propuesta significante lanzada al
espectador, una sugerencia dibujada con la provocadora exquisitez de una lámina
de Emilio Freixas que revela y desglosa un retrato líquido, poblado y
narrativo; turbador.
Tras la mirada consagrada al espectador, como en la
serie de retratos de Al Fayum del templo de Seshat, los iconoclastas retratos
intervenidos de Antonio Gómez invitan a una oración múltiple que posicione los
rostros en lugares de experiencia cultural, más interesada en ámbitos
políticos, sociales o emocionales que en los meramente personales. Es, sin
duda, una agresión a la inmortalidad o quizá un salmo a la alternativa.
Lugar
Lugar es el sitio de la identidad, el momento del
signo y de la reciprocidad entre el yo y la experiencia. Lugares como Maratón,
Ampurias, Teufelsberg, Segóbriga o el Campo de Cartagena son la coartada de un
escenario de narración y de una mirada fragmentada sobre el territorio que
aspira a generar un discernimiento renovado acerca de iconografías paralelas y
relacionadas. En las afueras de Berlín, el Monte del diablo, la colina más alta
hecha por el hombre, cúmulo de 16 millones de metros cuadrados de escombros,
esconde tantos secretos como un túmulo de tierra de labor en el Campo de
Cartagena. Ambos guardan tantos simbolismos y fuerza iconográfica como el tosco
acueducto de Segóbriga, grieta de vida en un suelo olvidado y acre. Así, el
deterioro de la tierra, la exploración en la historia o la acción del hombre
sobre la naturaleza provocan una reflexión sobre la idea preexistente de lugar.
La clave de todo ello es la capacidad paradójica de
las imágenes creadas por Antonio Gómez. Imágenes que refuerzan el discurso
estético —empezado ya en las series compañeras— y que fundamentan su lenguaje
con los mismos elementos iconográficos usuales en su obra. Se trata de
veladuras pictóricas que dibujan sillares, bandas y secciones; de líneas de
grafito que refuerzan los contornos o hacen aparecer nuevas formas sobre el
fondo reinventando la dramaturgia del vestigio arquitectónico, del paisaje o
del falso paisaje.
Para Antonio Gómez Lugar es una metáfora que le
permite afrontar visualmente un ensayo sobre la memoria, donde lo real se hace
presente cuando aparece mezclado con lo imaginario. No siempre son fáciles las
relaciones entre lo espurio y lo natural; de ahí que el artista se comporte
como un agente transformador del territorio procurando que dos realidades
entren en conjunción desde una óptica renovada; esta capacidad transformadora
no es otra que la de proposición de un emblema que trasciende de la inocente
retórica documental a una retórica de la disertación erudita, que en la línea
crítica sobre el valor de las imágenes de W. J. T. Mitchell, permite asumir una
relación social, conversacional y dialéctica con el observador. Quizá por eso,
pueda apreciarse cierto efecto científico, de distancia y de meditación sobre
los paisajes y las construcciones.
En esta parte del trabajo no hay figura humana. Es un
escenario narrativo que paradójicamente no le pertenece. Las imágenes están
protagonizadas por túmulos, construcciones y colinas artificiales que contienen
valores de considerable profundidad cultural tanto en el perfil analógico de
las formas como en el discurso metafórico de sus iconografías y en la extendida
interpretación del pensamiento histórico y geográfico. Las panorámicas han sido
fragmentadas en modulares ritmos que contrastan con el tiempo parcelado,
descompuesto, congelado, quizá, creando un nuevo fenómeno documental, como un
acto performativo generador de la ficción de un modo de entender el mundo y de
relacionarse con él. El insólito documento es una nueva forma de pensamiento,
un mosaico de teselas conectadas entre las arquitecturas del pensamiento y las
intervenciones en el espacio natural; ambos, espejismos apócrifos de las verdaderas
montañas, o de un verdadero rio.
Objeto
Objeto es el registro del encuentro con las formas y
las cosas, con las huellas del pasado. Objeto es la acumulación de postales del
tiempo; una misiva de la arqueología de la memoria que se despliega en hojas y
tablas confeccionadas a partir de la fotografía, el collage o la intervención
pictórica. Es un turismo material involucrado con el souvenir, con el recuento
de substancias que vuelven tangible las costumbres y los recuerdos. Pero
Antonio Gómez no ofrece una cacharrería arqueológica sino que crea este
conjunto de tarjetas prefabricadas e intervenidas con la fórmula de los álbumes
de estampas e ilustraciones característicos en el siglo XIX, donde se apela a
la categoría estética de lo pintoresco como un legado representacional que
concierne a la pintura, a la fotografía y al dibujo. El artista lo trabaja como
en una falsa veduta veneciana, apuntando, señalando y resaltando con el grafito
o gruesos trazos de pincel señas de pretérita identidad, o la armonía que
domestica lo desconocido y reorganiza lo desestructurado.
Los cuerpos y los organismos representados vehiculan
en este nuevo orden el sentido en sus formas y en sus presencias. Proyectan una
emoción y el deseo de preguntarse por su razón de ser y por los significados
que poseen. Así, cada una de estas tablas proporciona un canon mediador entre
las iconografías consagradas por el tiempo y las recompuestas por el artista.
En este empeño, Antonio Gómez ofrece páginas
arrancadas de un imaginario bloc de dibujo, de un simulado cuaderno de viaje,
para defender el surgimiento de un puzle sobre lo sublime, de una ciencia que
no conmemora sino que provoca y estimula la visión romántica de la ruina, el
gusto por los fragmentos y las nuevas realidades que surgen de su dibujo, como
una naturaleza irracional que emerge de entre las piedras y crece trepando
columnas y efigies.
Las tablas narran en primera persona la experiencia
misma e interior de la contemplación del infinito, como lo hace El caminante
sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich, mirándose a sí mismo ante la
inmensidad, pues cada intervención sobre las estampas es una apología a la
belleza, un elogio a la grandeza de la escala, una afirmación del recorrido
histórico, un afecto a la mirada reflexiva, un manifiesto al laberinto de
elementos fragmentados de repertorio formal clásico: trozos arquitectónicos,
túnicas, anatomías, rostros, motivos ornamentales, … y los ojos.
Mimetizado con representaciones de sillares que se
integran como parte de un nuevo paisaje y como una forma de apropiación de las
ruinas a la vida y al pensamiento cíclico contemporáneo, encontramos la
representación de espirales como huellas dactilares de Arquímides, Descartes,
Durero o Fermat que se convierten en organismos líquidos, en pétreos logaritmos
que, entrelazados en el caduceo de Hermes, hablan, como propondría Zygmunt
Bauman, de una sociedad que se halla atrapada en una especie de móvil perpetuo.
Relato
El discurso preexiste en la imagen de las palabras, en
las ideas y en los sitios; el relato reside en los pensamientos y en la verdad
del tiempo irreal y abstracto, en un tiempo simbólico y generalizador. Como en
un espejo, las imágenes y las palabras evidencian una realidad duplicada, en
acordes. Por eso, la razón profunda que subyace a las tablas enceradas que
forman esta serie no es otra que una posición sentimental de las fisonomías, de
los fragmentos y de las circunstancias entre el discurso vivido y el discurso
visual.
Relato es un compendio de objetos que hacen
protagonizar el material y la forma como sistema narrativo. Postales de
Ampurias, Leisner, Segóbriga y el Teatro de Cartagonova forman un grupo de
rúbricas de crudo papel donde la fotografía, los recortes de cuadernos y el
lápiz canalizan la expresión ante el choque de los materiales.
El resto de pliegos de la serie, como composiciones de
postales, recortes y fotografías, fusionan los restos del recuerdo y de la
experiencia a modo de evidencias o de pruebas sobre la emoción. Pero todo es
papel, materia que habla.
A modo de las tabullae ceratae romanas —unidas
formando una especie de libro y en las que se escribía sobre la cera blanda—
las tablillas de cera de Antonio Gómez forman un conjunto de relicarios que
contienen las verdaderas raíces de su discurso visual relativo al territorio y
al olvido. En ellas se condensan las razones últimas de la expresión gráfica
que propone un inventario testimonial que conserva en el tiempo la memoria de
las experiencias más gozosas y contemplativas. De nuevo, el grafito y la plata
fotográfica juegan al tornasol de las historias híbridas y entremezcladas entre
el dibujo y la escritura, aunque quizás ambas hayas sido siempre la misma cosa.
Como en las páginas de una libreta para el relato
sobre el orden y la estructura de las cosas, las huellas del procedimiento
portan la microhistoria en cada duplice. En ellas se manifiesta la fortaleza estética de
materiales naturales como la cera, el papel y la madera que añaden elementos
sensoriales y táctiles al relato. El relato se escribe con materia. Es un
relato-objeto.
En los Lugares del olvido hay un fotógrafo que dibuja,
hay un pintor que escribe y hay un artista que habla y que traduce las agrestes
batidas del tiempo en océanos de conmemoración. La aventura arranca
directamente de una memoria anfibia que cohabita en las atmósferas fragmentadas
del tiempo y en la fronteriza amargura de ser lugar y substancia. Desde esta
paradoja Antonio Gómez nos propone un desplazamiento por los parámetros de
tiempo, lugar, objeto y relato como secciones de un discurso vinculado a la
idea de que en la herencia personal se descubre el paisaje colectivo, como una
forma de identidad, de cultura y evocación simbólica.
Francisco José Sánchez Montalbán
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