A
través de los barrotes de una cuna. Yo veía la luz roja, la habitación
iluminada por la luz roja a través de los barrotes. Es extraño, pero también
los barrotes parecían iluminados, y sé que no es posible porque la luz está
fuera, pero mi memoria de aquellos pocos años no sabe de direcciones de luz ni
de contraluces, así que pinté también los barrotes de color. Los que tenemos mi
edad sabemos de esa costumbre de tapar las lámparas con un trapo rojo en las
habitaciones de los enfermos, sobre todo si se tenía sarampión. Supongo que así
se mitigaba el triste aspecto de una piel llena de pupas rojas.
Claramente,
ese no es mi primer recuerdo, debe haber otros, pero en la multitud de veces
que se rememora uno de ellos, se le asciende en la escala de importancia y puede
que también en el tiempo: lo más traumático asciende en el escalafón, lo demás
se aparta o se olvida. Es común trastocar la cronología, el orden, el tiempo,
el espacio, los protagonistas. Habrá otros anteriores, pero, la verdad, no me importa.
Otro día podré contar que otro recuerdo es el primero y será verdad, igual que
ahora éste me viene a la cabeza cuando Manuel Rivas nos propone buscar el primero, en su caso el primero en que tuvimos miedo. Así empieza “Las
voces bajas”, su último libro, y así empieza la literatura, con un recuerdo
y un relato: a partir de ahí nacen todas esas realidades nacidas de la ficción
que en círculos concéntricos crean lo real, en los cuales la realidad es sólo
uno de esos círculos. Da igual que el libro de Rivas sea memoria o una
novela, nosotros decidimos. Los lugares, los espacios de relación, vitales,
pueden coexistir con “otro lugar, donde nace una segunda vida”, y ahí es
donde nos escondemos para mostrarnos. En estos tiempos de simulación, nacemos a
la segunda vida que seamos capaces de narrar, tal vez a la literatura, a la
poesía, al arte.
Vino
Manuel Rivas a Cartagena, como finalista del Premio Mandarache, y en una
tarde-noche de relato nos dio una lección acerca de lo literario, de la
tradición oral y la ficción no como parte de lo real sino como propia realidad; del hablar sin tasa y del silencio como formas de enfrentarse a la memoria. Nos
hizo dibujos en los libros manchándose los dedos de tinta. En ningún momento
necesitó hablar de su libro, él hablaba de literatura. Y es que la honestidad lo mancha todo.
Una
imagen: desde la mesa levanta un folio con unos círculos concéntricos dibujados,
petroglifos literarios, un relato llevado al papel.
¡Boh!
He
llamado a mi madre, ella sabe si yo pasé el sarampión y a qué edad. Ella siempre
dice que le pregunte a la tía, que tiene mejor memoria, y no se da cuenta de
que ya no, que la edad ha hecho que se invente la mitad de las cosas que dice,
y que muy fiable ya no es. Pero es una realidad como otra cualquiera. Y mi
madre me ha dicho que sí, que pasé el sarampión y lo del trapo rojo, pero no
diré nada más. Es mi primer recuerdo, y punto.