Convertimos
la fotografía en un objeto, el álbum de familia en un falso documental, un
relato basado en objetos. Aunque todo parezca inmutable, todo está siempre en
movimiento y en permuta; la superficie
sólo enseña la superficie. Lo oculto es más, es la diferencia. Y si varios
relatos confluyen o discrepan, haremos más compleja la visión del mero cuerpo
fotográfico.
Igual
que la memoria es a la vez un registro de lo olvidado, la mirada emite informes
de lo no visible, nos introduce en la diferencia de los rostros, en su
capacidad para generar otras imágenes que hacemos reconocibles y, al menos,
comunicables. Es la capacidad de la materia para aparecer.
Al hombre, después de vivir entre realidad
y ficción, lleno de obviedades y costumbres, le queda construir en el tiempo el
drama de su propia desaparición. A la imagen, situada en el hueco que le deja
el haber estado entre el cuento y la verdad, nada, sólo continuar en un tiempo
ausente y en un espacio antiguo. Eso, mientras no exista el hallazgo, su
aparición. Una imagen aparece tantas veces como alguien se enfrente a ella. La
mirada es el drama que construye, cada vez, esa aparición.
Al
hombre le queda su desaparición.
A la imagen, la aparición. Y su fantasma.
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