Por Francisco José Sánchez Montalbán
Antonio Gómez se hace un
selfie con Ramón Gaya. Un viaje orgánico al espejo que el primero llama diálogo
porque entra y sale, va y regresa entre él mismo y la apócrifa presencia del
segundo.
Es un autorretrato gráfico
porque sombrea en los ojos y en las involuntarias miradas de los seres humanos
la propia auto-representación, la posibilidad de rescatar una performática
autobiografía de una carne blanca, de un recuerdo melancólico y doméstico que
hablan a un compañero que cultiva jazmines solo para pintarlos. Las preguntas y
las respuestas de su diálogo indulgente esconden la urgencia de la conexión
entre los dos y la perenne paciencia de la espera.
Él nombra la luz, los
cristales y el brillo de los versos grises sobre el mantel de la mesa puesta.
Él, enfrente, por el contrario, le nombra el oscuro silencio de las semillas
pobres y estériles.
Él, le habla de rosas,
puentes y tazas servidas de café antiguo y sazonado. Él, al otro lado, le
responde perdido y aislado entre los millones y millones de seres humanos que
rompen desnudos su aislamiento en un enjambre sin miel.
Él, sirve una copa de la
botella de vino que acaba de pintar, en la copa que acaba de pintar, sobre el
mantel que acaba de pintar, con el diálogo que acaba de pintar. Él, el de este
lado, responde con el smartphone que acaba de coger, se mira en el espejo digital
que acaba de encender y empieza a teclear su nombre sobre la luz y a pintar la
conversación.
Él trajo unos bocetos del
silencio y del cristal. Él, el otro, antiguas fotos del viento.
Él, habló de Velázquez.
Él, el nuestro, de un piano alto y familiar.
Ambos se dijeron cosas a
sí mimos.
Fotografía: Javier Salinas |
1 comentario:
Entrañable y delicado.
Publicar un comentario