sábado, 17 de marzo de 2018

ANTONIO GÓMEZ SE HACE UN SELFIE CON RAMÓN GAYA.


Por Francisco José Sánchez Montalbán







Antonio Gómez se hace un selfie con Ramón Gaya. Un viaje orgánico al espejo que el primero llama diálogo porque entra y sale, va y regresa entre él mismo y la apócrifa presencia del segundo. 


Es un autorretrato gráfico porque sombrea en los ojos y en las involuntarias miradas de los seres humanos la propia auto-representación, la posibilidad de rescatar una performática autobiografía de una carne blanca, de un recuerdo melancólico y doméstico que hablan a un compañero que cultiva jazmines solo para pintarlos. Las preguntas y las respuestas de su diálogo indulgente esconden la urgencia de la conexión entre los dos y la perenne paciencia de la espera. 

Él nombra la luz, los cristales y el brillo de los versos grises sobre el mantel de la mesa puesta. Él, enfrente, por el contrario, le nombra el oscuro silencio de las semillas pobres y estériles. 

Él, le habla de rosas, puentes y tazas servidas de café antiguo y sazonado. Él, al otro lado, le responde perdido y aislado entre los millones y millones de seres humanos que rompen desnudos su aislamiento en un enjambre sin miel.

Él, sirve una copa de la botella de vino que acaba de pintar, en la copa que acaba de pintar, sobre el mantel que acaba de pintar, con el diálogo que acaba de pintar. Él, el de este lado, responde con el smartphone que acaba de coger, se mira en el espejo digital que acaba de encender y empieza a teclear su nombre sobre la luz y a pintar la conversación.

Él trajo unos bocetos del silencio y del cristal. Él, el otro, antiguas fotos del viento.

Él, habló de Velázquez. Él, el nuestro, de un piano alto y familiar.

Ambos se dijeron cosas a sí mimos.








Fotografía: Javier Salinas

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entrañable y delicado.