"…sino al paso del tiempo, a la manera que tiene el
tiempo de replegarse y de garantizarnos que en sus pliegues retiene unas cosas
y otras no."
"El aprendizaje empieza mirando el primer abecedario
ilustrado y no acaba hasta el día que morimos."
John Berger
Aula
En
el colegio había un patio porticado en uno de sus lados, y debajo de ese
pórtico se abría un aula donde aprendí la forma de las letras, de todas ellas.
Pronto
nos cambiaron, probablemente a otro sitio ni más ni menos acogedor que esa
clase.
Hacía
frío en todas partes de todos modos.
La
forma de las letras
Lo
que protege de un espacio probablemente no es lo que lo crea o lo limita, me
refiero a las paredes, las ventanas y los muebles, sino lo que lo habita. Y
allí lo habitaban esos días aquellas tarjetas ilustradas en la que la forma de
cada letra en negro, mayúscula y minúscula, y el sonido dibujado en la forma de
una boca roja y del nombre de un objeto o animal, racionalizaban el mundo de
los conceptos y los sentidos. Y le daban orden alfabético, como nuestro orden
en la clase, que siempre te hacía tener el mismo compañero de mesa, de apellido
idéntico y con varios hermanos que eran también condenados a ser compañeros
inseparables de tus hermanos, en una especie de amistad obligada por aquellas
tarjetas alfabéticas que explicaban, cuando no lo conocíamos todavía, por qué
yo me sentaba a su lado.
El
aula tenía contornos. Nos sentábamos y el mundo se llenaba de arañazos en el
pupitre, manchas de tinta y frío. (Pupitre, esa palabra ya no se usa, esos
muebles ya no se usan, ahora son mesas y sillas). Pero ese mundo no era el
nuestro; el nuestro estaba afuera, más allá de la pared del aula, algo en el
patio, más en las calles de la ciudad, donde éramos algo libres. Moderadamente
felices.
La
orilla de la carretera
Esperábamos
sentados en la orilla de la carretera a que un coche pisara el estiércol que
algún caballo dejó mientras volvía a la granja o al cuartel de
caballería. Todo se ceñía a retrasar el momento de nuestro regreso a casa hasta
que uno de los escasos vehículos que pasaban la pisara.
Tiempo.
Narrar el tiempo perdido es la no narración cuando nada pasa. Además era
absurdo el hecho y absurdo intentar explicar el porqué de tu retraso a una
madre ligeramente preocupada, así que la mentira se convertía en piadosa
conmigo mismo. Pero estabas allí, el tiempo era todo tuyo y nada te impedía perderlo
en algo estúpido. Hicimos cosas peores, por incomprensibles, absurdas o
crueles, y todo eso llenaba no sólo el tiempo, sino también el lugar que
habitábamos.
Al
entrar en la casa se perdían los contornos, todo estaba en el interior, todo
era importante y te acogía, hasta el ruido de la carcoma que se comía la
ventana. Ése era el mundo. La casa irradia y se expande hasta donde quieras,
hasta la ciudad, hasta el paisaje, hasta más allá del entorno conocido, hasta
donde tú querías.
Ahora,
hay veces en que todo se achica, los contornos te aprisionan, y todo se
aproxima peligrosamente hasta la casa, hasta tu cuarto, hasta tu cama, hasta
tus pensamientos.
Miedo
Ella
es la que está hoy a mi lado. La he traído a esta ciudad donde tanto tiempo
pasado no ha borrado casi nada. Ella no vivió todo esto que yo he vivido, pero
soy capaz de preguntarle
“¿Te
acuerdas de cuando me sentaba aquí?”
“Claro
que me acuerdo, me lo has contado”.
La
miro, y comprendo que es verdad. Mi memoria ha invadido la suya de tal manera
que estoy en ella, en un juego extraño y magnífico. Tan fácil que asusta, real
de tan fantástico.
Recorriendo
la calle que bordeaba el parque, el camino habitual, yo he visto, y tu también,
que las casas son las mismas de entonces, que los muros son los mismos, pero
que las manchas de sangre que en su día escribieron en ellos ya han
desaparecido. Sé exactamente donde estaban.
El
miedo era la hora en que soltaban a los perros que guardaban la harinera. Dos
dogos gigantes, más gigantes todavía para un niño de diez años, que después del
anochecer dejaban sueltos. Se les oía ladrar y correr como fieras. Lo más
cercano a los lobos que yo he vivido. Lo más cercano al terror cuando volvías
tarde a casa.
Una
noche esos perros mataron a Boliche, el perro de un amigo. Lo pillaron en el
parque y lo pasearon escribiendo su muerte en las calles y en los muros.
Documentarse
Vuelvo
a la ciudad.
Cuando
uno vuelve a los sitios que ha vivido, espera reconocer el mundo, pero con el
miedo de no encontrarlo.
Conté
contigo los años que han pasado desde que me fui. Treinta y ocho. Treinta y
ocho años desde que nos fuimos. Lo último fue una casa vacía. Todo había salido
por las ventanas de nuestro piso, a la altura de la calle. Cargamos un camión y
nos fuimos. Sencillo.
No
quedaron muchas fotos de aquellos años que nos cuenten como era la ciudad. En
los cajones de mis padres quedan algunas de los cumpleaños, comuniones, alguna
celebración, y se ve alguna puerta, los muebles, algunos detalles que te sitúan
en una casa o en otra, pero no la ciudad. No teníamos necesidad de ese
registro. Ni siquiera el día que me fui eché de menos nada de eso. Tenía la
memoria y otros sentimientos que me aturdían mucho más.
Piensas
ahora que has vuelto si estaría bien hacerse con un archivo de todo, de las
calles, de los caminos que seguías, de dónde te sentabas o de qué veías
mientras el mundo giraba. Es fácil pensar en documentar todo de nuevo
fotográficamente, o tomando notas, como si quisiéramos hacer creíble una
historia que no fuera la nuestra, como demostrar que las cosas que vivimos de
verdad sucedieron, como si necesitáramos dar crédito, pruebas a otros de que
estuvimos vivos. Tal vez para creernos a nosotros mismos.
Pero
sabes que no lo hicimos. Cuando las cosas que vemos no coinciden con los
recuerdos es mejor quedarse con ellos, y descartar las fotos que pretenderán
suplirlos, contaminándolos hasta acabar con ellos. Simplemente decido que
paseemos de nuevo por esos lugares, tú conmigo, invitada a una regresión, amorosamente
cómplice. Me basta con reconocerlos de nuevo, en unos casos como si no hubieran
pasado tantos años, idénticos en todo, hasta en los más nimios detalles,
conservados en un fluido, en un aire que los hace inalterados. Sorprendente. En
otros, casi irreconocibles, y en otros olvidados. Probablemente, ya en aquel
entonces, algo en nosotros decidió que cosas merecían salvarse del olvido y que
otras no.
Pero
echo algo de menos, algo más acogedor. Todo es demasiado real, demasiado igual
a lo que era en aquellos años, igual hasta el desencanto a la memoria que los
guardaba, porque nada hay más terrible que reconocer todo como era, menos
nosotros.
Las
ciudades son el envoltorio de lo que somos; no es importante el lugar físico,
sino el hecho de que las cosas te envuelven, de que los pensamientos y las
acciones salen como hilos de nosotros tocando las paredes, los márgenes de lo
visible, los campos emocionales y las discordias. Pero necesitamos el campo
adecuado, aunque decidamos que sea el de Agramante, el plano urbano que defina
territorios. Y ahora ya no lo es, esa ciudad es como un fantasma vacío.
Sólo
algunas fotos hicimos por la maravilla de ver la misma ventana con exactamente
la misma persiana por la que salieron nuestros muebles, o exactamente el mismo
quiosco, el mismo, en el mismo sitio. Te lo cuento, pero tú ya lo sabes, tú que
no estabas allí. Es como si todas estas cosas me las hubiera olvidado en casa
de un amigo y las hubieran conservado hasta mi vuelta.
“Es
verdad, -
dices -
me acuerdo como salían las cajas y los muebles por la ventana, tú dentro, yo
fuera”.
Final
“Pienso
en volver al sitio en el que viví mi infancia”, le digo a mi hijo mientras
hablamos de estas cosas que ahora me ocupan: las fotos antiguas en la mesa, el
cuaderno abierto, proyectos, cuadros.
“Es
muy posible que ahora te decepcionara”, dice él.
Le
doy la razón.
Pero
lo pienso.
3 comentarios:
Chapeau!
Me has traído recuerdos congelados en mí impronta.
Eso que podemos echar de menos puede ser la inocencia y que nunca mirábamos el reloj, pero siempre llegábamos a tiempo a casa, sin prisas.
Me has traído recuerdos congelados en mí impronta.
Eso que podemos echar de menos puede ser la inocencia y que nunca mirábamos el reloj, pero siempre llegábamos a tiempo a casa, sin prisas.
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