El siguiente relato es un regalo. Un regalo de Mª José Villarroya. Una preciosa evocación de cómo la memoria construida rescata la historia del olvido, un texto que une mi pintura, el proceso que Mª José conoce y su literatura. Mª José ha sido finalista del Premio Rendibú con el relato "Espérame en el cielo".
La imagen es el cuadro "La nena" en la exposición La traición de la memoria, que da lugar a este emotivo relato.
La imagen es el cuadro "La nena" en la exposición La traición de la memoria, que da lugar a este emotivo relato.
Antes de que vuelvas a ser olvido
Mª José Villarroya Durá
Sentada frente al piano, la nena no sabe
dónde está. ¿Qué lugar es este amplio salón de paredes blancas? Olegaria no
recuerda haber estado antes aquí. Sobre los muros puede ver muchos cuadros pero
no hay espejos ni cuelga del techo una lámpara de araña, así que no es en un salón
de baile. Donde está, frente al piano, ella sobresale por encima de cualquiera
de los invitados del salón (como si la hubieran puesto sobre una tarima y ocupase
el centro de uno de los laterales). Esas dos razones hace ya rato que la
llevaron a asumir que ella debe ser la pianista y que los invitados han venido
a su concierto. Vuelve a sentirse inquieta. Es mucha responsabilidad.
La nena querría
esconderse entre las faldas de su mamá o de cualquiera de sus hermanas pero
ninguna de ellas se encuentra cerca. A pesar de que está acostumbrada a esta
soledad, la pierden sus escasos nueve años y esta poca memoria que siempre la
traiciona.
No recuerda
haber tocado ninguna pieza al piano. ¿Qué música habrá interpretado? ¿Le habrá
salido bien? La nena busca en su memoria. Y busca en vano. Porque no encuentra
respuestas. No sabe qué pensar. No recuerda que supiera tocar el piano, pero
tampoco tiene la certeza de no saber hacerlo. Hace ya tanto tiempo que fue, tanto,
tanto, que apenas guarda memoria de sí misma.
Sentada frente al piano, la nena es una
enredadera de vacíos y certezas, de verdades y ausencias, de la traición de la
memoria. Por pequeña que parezca, Olegaria ha aprendido algunos secretos a golpe
de destino. Tan pequeña y ya tiene noción de que el recuerdo es líquido, como
líquida fue esa infancia que se resbaló de su cuerpecito de niña. La memoria que
fluye y que se estanca a veces, que se desliza entre los dedos, que se detiene
y forma un último remolino antes de desaparecer. ¿Quién podría retenerla? Hay
muchas cosas que ella querría saber. Pero las ha olvidado.
La vida es un
sueño remoto, una sucesión de claroscuros inconexos, escenas veladas donde
confunde rostros, signos, restos, señales y fragmentos que no sabe reconstruir.
No puede distinguir lo que inventó de lo que fue. Y Olegaria tiene miedo de
volver a ser olvido. Porque de él ha venido.
Sentada frente al piano, tal y como le
ordenó el fotógrafo, en esa misma posición, la nena observa atenta cómo los
invitados van llegando. Muchos bajaron y subieron por las puertas de Murcia o
la calle del Aire y a la altura del gran hotel buscaron el palacio de Molina.
La nena estaría encantada si supiera que está en un palacio pero nadie se lo ha
dicho. Lo ignora. Igual que desconoce las calles de Cartagena, una ciudad ajena.
Es curioso porque en el recuerdo de los invitados, esta niña quedará para
siempre ligada a esta ciudad en la que nunca estuvo.
Olegaria no termina
de comprender qué está pasando en la
sala ni cuáles son las extrañas leyes por las que se rige el público que ha
acudido a verla tocar. ¿Y por qué no aplaudieron? ¿A qué andan esperando? Desfilan
entre besos y saludos. Ella estira la espalda, como hacen las artistas y, en
cuanto se le olvida, vuelve a balancear sus pies de niña.
Sentada frente al piano, la nena se
sorprende de lo que ven sus ojos. No reconoce a ninguna de las personas que se
saludan y se besan, sólo al hombre del traje negro, ese que sonríe de pie junto
a la mujer que asemeja la reina de las nieves. Son muchas las preguntas: ¿Quién
es toda esta gente que ha venido al concierto que ella cree haber dado? ¿Por
qué visten así? ¿Quién daría la orden de venir disfrazado? Tal vez eso no
importe demasiado porque la nena se sabe guapa, muy guapa, casi tanto como su
hermana Ángela (que parecía una princesa el día de su boda).
Olegaria cree
recordar que fue para ese día que mamá le compró este vestido de raso con tres
volantes blancos que ahora luce. Aquel día jugó a hacer equilibrios: la junta
de las losas era una cuerda floja y Olegaria una funambulista que se acercó al
altar sobre la cuerda. Con la vista en el frente y las manos atentas en el cestito
de arras. De blanco y con volantes.
Sentada frente al piano, la nena sigue
observando a los invitados sin dar señas de impaciencia. Sí, decididamente fue mejor
ignorar que había que venir disfrazado. Con el vestido que le hizo la modista para
la boda de Ángela, ella está mucho, mucho más bonita. Le copiaron un patrón de El espejo de la moda para que fuera como
las niñas de París. Estas señoras llevan unas faldas muy cortas con las que
enseñan las rodillas. Si las viera papá diría que son casquivanas y frívolas. Esas
palabras no las ha olvidado. Las señoras casquivanas y frívolas no sabe
Olegaria de donde son, pero visten vestidos más cortos de lo debido. Y si además
cantan, entonces son cupletistas. Pero éstas no parece que canten.
Se está
desesperando. ¿Por qué nadie la aplaude después de su concierto? ¿Qué debe
hacer ahora? Sería divertido bajar del taburete y jugar a dar vueltas sobre sus
zapatitos. Sería muy divertido. Sólo que tiene miedo de moverse. Son ya muchos los
años que pasó en el olvido y Olegaria teme no existir más allá de la prisión de
esta fotografía.
Sentada frente al piano, la nena,
decíamos, observa los grupos de personas que se acercan, se funden en sonoros
besos, se mantienen cercanos un instante y se disuelven de nuevo como la espuma
leve de las olas en un tranquilo día de playa. Aunque ya no espera volver a
verla, sigue buscando entre los rostros a su madre, a su padre, a sus hermanas,
pero nadie encaja con los recuerdos que guarda de ellos. ¿Y si la hubiera
olvidado? Es consciente de que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, ¿cuánto?,
no podría decirlo. Y, además, ¿de qué habla cuando piensa en entonces? ¿A qué
suceso alude? ¿A qué momento vuelve?
Para la nena,
mamá es la imagen de unas manos en el delirio de la fiebre que la consumió. Es
el consuelo de los besos, los ojos que te envuelven, el pecho que te arrulla.
Es la voz que te abraza, el grito final que Olegaria ya no pudo escuchar y los
llantos desconsolados que siguieron a su muerte. ¿Qué rostro tenían todas esas cosas, esos
recuerdos en que se ha convertido su madre ahora que parece haberla olvidado? La
nena tiene miedo. No quiere ser olvido. Porque ya estuvo en él y sabe lo que
dice. Cuando no era memoria. Cuando no era dolor. Ni nostalgia siquiera. Cuando
sólo era nada.
Sentada frente al piano, la nena no
reconoce a nadie. Sólo al hombre de negro. Debe ser importante en esta casa
porque todos aquí le felicitan, le abrazan le dan golpes cariñosos en el
hombro. Le tienen mucha estima. Es el único que le inspira una cierta
confianza. Ha estado mucho tiempo junto a ella, observándola con un mimo y una
delicadeza que le recuerdan a Olegaria los besos de su madre. Reconoce su
aliento y hasta el ritmo sereno de su respiración. Olegaria lo mira y no sabría
explicarlo. Se pregunta quién es este hombre en quien ella adivina una luz
conocida, un recuento de las ausencias que añora, un gesto familiar que antes
vio en las pupilas de sus hermanas.
Cuando el
hombre de negro y con barba la mira, Olegaria está segura de que él la ha
rescatado del olvido.
Sentada frente al piano, la nena tiene
muchas ganas de llorar al ver que no la aplauden y que se ha puesto a pensar en todas estas cosas
tristes y en su mamá a la que inútilmente busca. Los invitados se detienen frente
a ella. La miran con ternura con un gesto de interrogación. Parecen preguntarse
quién sería esta niña que hace tanto que fue. ¿Quién fue y a qué jugaba? ¿Qué
sueños soñaría? ¿Qué miedos temería? ¿Qué se llevó sus años incompletos, esa
infancia inconclusa dormida para siempre? Ella ya no sabría responderles.
La miran como
si fuera posible llevársela grabada en sus retinas y no les traicionara la
memoria. La observan tratando de recordar los bucles de su pelo, el balanceo
ingenuo de sus pies infantiles que no alcanzan a pisar aún los pedales, el arco
de sus cejas, su mirada perdida, tan distante, tan tierna. La miran cómplices,
sonrientes, rendidos ante su ingenuidad evidente y su dulzura contagiosa.
A la nena le
gusta. No importa la traición de la memoria. No importa que no sepan que ella
todo lo ignora sobre escalas y arpegios, que nunca estuvo aquí, que murió de
las fiebres, que se llama Olegaria y que ha olvidado el rostro de su madre
después de un siglo detenida sobre este taburete frente al piano. Cualquier
cosa valdría. Cualquier memoria vale antes de que ella vuelva a ser olvido.
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