A Lorenzo le da por pensar en su casa, no en ésta que le acoge, sino en aquella en
la que vivió, la que construyó su padre. Pero solo le sale la palabra casa.
Mientras
acerca sus ojos viejos al cristal del televisor, intenta ver a través de la
niebla en que se ha convertido la pantalla electrónica. Piensa, le da por
pensar, que todo se parece mucho a su mala cabeza cuando recuerda cosas
antiguas, todo tan turbio, con sólo algunas voces más nítidas, como flashes de
fotógrafo, y con mucha humedad.
No consigue
recordar nada que no sea más que un fragmento, oxidado quizás, cuajado de
ceniza blanca o cal para enterrar un cuerpo. Espejos rotos.
Oye poco
mejor que ve. Lorenzo, entonces, sin ver ni oír, piensa con palabras y la mitad
de las cosas se las inventa, siente que las cosas se evaden o que vuelven y se
pierden. Así que el mundo se le hace hacia dentro y da vueltas, “sólo da
vueltas y yo no volveré”, se dice, y toma conciencia, si alguna le queda, de
que el recuerdo ya no existe.
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