Gracias por el regalo.
CLAUSURA DE LA EXPOSICIÓN “En
una caja de galletas”.
Quise escribir un poema, como
los que escriben quienes aquí están. Unos versos sobre la memoria y el olvido.
Y las benditas cajas de galletas donde se guardan lo que ya nunca será. Y elegí
para comenzarlo una cita de Juan de Dios García “Memoria es el país de donde llega
siempre la tristeza”. Pero no pudo ser. “Terminaba tan triste que nunca lo pude
empezar”
Así que, volví a lo mío. Y
elegí hablar de otro tipo de olvidos: el de las agendas.
Las agendas del olvido
En una
tienda de mi barrio venden agendas para anotar aquellas cosas que se quiere
olvidar. Y parece un negocio rentable.
Al
principio las agendas se amontonaban en un rincón. Se escondían junto a los
libros de saldo, como si el dueño de la tienda anduviera pidiendo disculpas por
su presencia. Una de esas cosas de las que uno casi se avergüenza. Un error
cualquiera.
Por
eso mismo, por error, la compró Obdulia, la peluquera del barrio, sin saber qué
compraba. Tenía intención de romper con
el cartero. Estaba harta de un novio que, entre las facturas que cada día
llevaba a su buzón, nunca deslizara una carta de amor. Dicen que apuntó en la
agenda la hora a la que había quedado una tarde para devolverle las cartas que
él nunca le había llegado a escribir. Pero olvidó acudir a la cita y, en la
tarde convenida, que nunca recordó, aquella tarde en que pensaba acabar para
siempre, con seis sencillos whatsapps, el cartero y Obdulia pusieron fecha de
boda.
Debió
contarlo en la peluquería una mañana gris de noviembre porque seis de las
clientas de Obdulia acudieron a comprar una agenda de olvidos a la tienda de mi
barrio la tarde de la misma mañana gris. Y empezaron a apuntar las citas y
recados que no deseaban recordar.
Se
sabe que Rosario anotó la cena con las antiguas compañeras del colegio con las
que una vez al mes en el restaurante francés compartía todo lo que nunca
tuvieron en común.
Mariana
y tres madres más faltaron a la reunión en el colegio de la Consolación. Y la
señorita Lucía, a quien llamaban caracaballo, las echó en falta por ser de las mamás
habituales. Tampoco Cristina pasó a ver a su suegra, tal y como su marido había
convenido.
Y al
volver Manuel del instituto, tuvo que sacar la ropa sucia de toda la semana y recoger
del suelo sus zapatillas de deporte, asombrado de que su madre no le hubiera
ordenado la habitación como cada jueves.
Después
compraron agendas del olvido todas las aburridas amigas del colegio de Rosario.
Y nunca más las volvieron a ver cenando juntas una vez al mes, compartiendo
humo, en el restaurante francés de Camille, junto a la peluquería de Obdulia.
Algunas
de las amigas de Cristina compraron también agendas y dejaron de visitar a las
suegras. En los últimos meses hay señoras de avanzada edad jugando al mus
sonrientes con caballeros jubilados en el hogar del pensionista, a las
habituales horas en que aguardaban la visita de sus nueras para repasar el
estado de todas sus dolencias y sus males.
Y la
señorita Lucía, la caracaballo, compró una remesa de agendas como regalo de
Navidad para sus compañeros del colegio de la Consolación. El segundo trimestre
los alumnos recibieron las notas sin que nadie se hubiera acordado de corregir los
exámenes.
Dicen,
aunque no está demostrado, que ahora Manuel escribe notas en la agenda de su
madre antes de salir para el instituto. En ellas le recuerda las cosas que una
madre no debe hacer por su hijo. Desde entonces, no ha vuelto a ordenar su
habitación ni a poner la mesa porque su madre siempre olvida lo que no debería
haber hecho jamás.
En la
tienda de mi barrio hace mucho que las agendas ocupan lugar principal en los
cristales del escaparate. Las chicas las compran de muchos colores para
escribir en ellas los nombres de las amigas que las defraudaron. Las amas de
casa, para apuntar con primorosa letra los sueños que nunca cumplirán, los
secretos que cuesta trabajo guardar y los amores furtivos que nadie debe
conocer. Los hombres de negocio anotan reuniones a las que no quieren acudir y
facturas que no podrían pagar. Hasta los resultados de encuentros que sus
equipos no debieron haber perdido. Los alumnos de la Consolación escriben los
deberes que sus maestros ya no recordarán corregir.
Y a
don Ramón, el párroco, le han descubierto una agenda en la que todos los días
del año repiten un nombre de mujer, el nombre de esa muchacha que cada día
acude a misa de primera hora de la mañana. Está convencido de que esa es la
única manera de apagar esos ojos inmensos que lo persiguen cada noche y que no tienen
otra cura que no sea el olvido.
Mª José Villarroya Durá
6
de noviembre de 2015
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