ANTONIO GÓMEZ RIBELLES
Texto completo en el catálogo de la exposición Mirada oculta, del fotógrafo José Carlos Ñiguez, en el Museo del Teatro Romano de Cartagena, inaugurada en enero de 2020.
EL FOTÓGRAFO
Hay cosas que están a la vista y hay cosas ocultas, y la vida,
el mundo real, tal vez tenga que ver con lo que está oculto.
Teju Cole
Un fotógrafo pasea entre
las ruinas de un teatro romano. En este deambular por la escena, por la cavea,
no es un turista ni un visitante más. Su paseo muestra un aire diferente al de
los visitantes habituales, una atención distinta hacia el momento, hacia el
tiempo y el espacio que recorre. Presta una curiosidad no acostumbrada hacia
los restos de lo que fue un espacio público lleno de gente, de conversaciones y
de ruido, pero que ahora está en silencio, en el que solo queda un rumor lejano
de ciudad moderna que no era el suyo pero que ahora le corresponde.
¿Había motivos para estar
allí?
Pasamos parte de nuestro
tiempo observando a los demás, haciéndonos preguntas sobre ellos, escuchando
sus conversaciones atrapadas al vuelo, planteándonos qué es su vida o lo que
hacen, por qué caminan de esa manera. Y pensamos que los demás también lo hacen
con nosotros. Nos gusta inventar historias sobre los demás, ese cotilleo que en
algunas ocasiones se convierte en el origen de la noticia, del relato o la
narración. Sobre todo nos preocupamos de qué miran. Siempre prestamos atención
a lo que mira la gente, es como un reclamo que incide en ese posible origen de algo
nuevo, desconocido en los demás. Y ese teatro acogió, seguro, mucho de ese
origen de las noticias, el rumor. Nos
gusta fingir que lo publico es el mundo real.
Pero ahora no hay nadie.
Ñíguez recorre un teatro vacío y es él el que mira. Hoy ha llovido y las
columnas de mármol rosa crean reflejos, duplican el campo de atención, alteran
el paisaje algo caótico aún en el orden recuperado de lo que fueron escombros desordenados
y enterrados bajo toneladas de tiempo y que ahora asoman como restos
arqueológicos. Está quieto ante la ruina, ante la piedra que no es piedra, que
se dejó llenar de forma y uso, de una necesidad que fue a la vez su final, su
expolio; sabes que el fotógrafo mira, sabes que hay algo especial que le llama
la atención, pero nada más, dudas incluso de a qué está mirando. Pero la única
verdad será que miraba. Igual que la única verdad de la foto será que aquello
estuvo allí ante la cámara en algún momento. La mirada que se oculta en los
ojos. Nada más importa. La imagen será a posteriori.
Después de entrar en la
cavea tras atravesar el pasaje y las salas del Museo, después de abrirse a la
experiencia del museo, se sumerge en la mirada, en qué había más allá, o detrás
de cada cosa. El recorrido haciendo sucesivas curvas que siguen al principio
rutas marcadas por la lógica del museo y del visitante al monumento cambiará a
otras, más cercanas, más nimias tal vez, algunas solo visuales, caminos que
teje la vista. Será entonces cuando el camino, el pequeño paisaje urbano y la
fotografía encajarán con una lógica parecida a la de los sueños, en una
sucesión de fragmentos donde el tiempo está cada vez más cerca y el espacio
curvo y envolvente se limita. La mirada se vuelve más cercana, Ñíguez se
agacha, se aproxima lentamente, parece ver aquello que buscaba y que antes
estaba oculto. El campo se estrecha y un cuadrado invisible aparece alrededor
de lo visible. Pequeños detalles surgen de las superficies húmedas, de los mínimos
fragmentos rodeados de la reconstrucción arqueológica, miradas reales hacia lo
menor. En condiciones apropiadas, a través del objetivo de una cámara réflex puedes
llegar a ver el ojo del fotógrafo, la cámara que ahora mira, la cámara que es
un ojo de campo limitado por un cuadro, el ojo del fotógrafo, la mirada oculta.
Sólo entonces dispara.
¿Era ése el motivo de
estar allí?
La experiencia es un camino de creación,
tanto la que nos lleva al lugar como la recreación del lugar mismo. El soporte
fotográfico era un registro utilizado por los artistas del Land-Art, que
acompañaban sus acciones de mapas y planos del recorrido. El fotógrafo trabaja
en series y subseries de imágenes, son conjuntos dotados de una unidad superior
que nacen del recorrido por el espacio dado, y de otras internas resultantes
del intento de construir la memoria de
un fragmento del teatro, que no existe, que no ha existido así nunca y que tal
vez no podamos volverlo a ver. Nadie vio así ese fragmento, nadie se fija en un
pequeño trozo de material húmedo. No hay más miradas. Desapareció y quedó la
huella. Solo la fotografía.
Todo este proceso tiene dos vertientes o una
doble pantalla: me refiero al hecho de que en toda imagen aparecen superpuestas
dos proyecciones, una la que está detrás de la foto, el relato que conocemos o
no, lo que fue presente en el momento de hacerla y el pasado que contiene; y
una segunda que viene de nosotros al leerla y al autor sobre ella, buscar los
enlaces a veces meramente formales con nuestro lenguaje, algunos elementos
pseudosimbólicos, o metafóricos, signos, una línea, el fragmento.
EL
ESPACIO
Ante las ruinas, el hombre romántico se
enfrentaba a la nostalgia y a la ausencia: nostalgia de lo perdido, de los
tiempos pretéritos, y deseo de vuelta a la naturaleza desde lo urbano e
industrial. Valoraba el paisaje como un conjunto de fenómenos agrupados en una
unidad, unidad que viene dada por el individuo. El paisaje no existe si no es
humano. La ruina se convierte en el exponente de un antagonismo de fuerzas
entre el espíritu y la naturaleza. Lo auténtico y original, el aura, fueron
categorías privilegiadas.
La mirada de las piedras es la mirada que ha recuperado un tiempo y un espacio; un tiempo que no es el suyo, un tiempo otorgado por la mirada nueva del fotógrafo y un espacio alterado. La destrucción por el hombre que lo hizo escombro pasó y el hombre arqueólogo lo rescató y lo convirtió en ruina, en monumento, dotándolo de un sentido físico e histórico. En la ruina urbana es la ciudad la que ha devorado a la ciudad anterior y se superpone. Y la ciudad es del hombre y de su desprecio hacia lo que hubo. El olvido interesado o el abandono es una constante, la reutilización de lo anterior o su entierro acabaron con las noticias de su pasado hasta que el hombre se pregunta de nuevo por él.
El hombre es el creador
del paisaje y es capaz de dotarlo de nuevas fuerzas hasta convertir los
espacios en lugares, aportarlos a su propia identidad, y conferirlos de
capacidad de relación. La mirada del observador también convierte la cosa en
objeto. Hay objetos cotidianos plenamente llenos de su forma, su uso y su
tiempo. Hay otros que no son nada, sólo un trozo de escalón, el remate de un
revestimiento, suelos fracturados, tocados por muchas manos, perdido el brillo y
gastados por el uso. Convertimos las cosas en objetos al dotarlas de
significado, al llenarlas de acción y memoria. Pero los objetos nos recuerdan
lo que ya no está. Mejor que un rostro, o un texto, los objetos se llenaron de
algo parecido a lo que nosotros tuvimos, que quien pisó o tocó aquel fragmento
lo hizo de la misma manera que nosotros, que quien se sentó en esa grada lo
pudo hacer igual que tú. Los objetos y los lugares nos relacionan con aquello
que ya no está. Aquí no hay nostalgia y sí ausencia. Y lo desaparecido proyecta
sombras que acaban formando parte de las fotografías.
El artista convierte todo
eso en su objeto estético, pero el fotógrafo crea una superficie, y en ella, a
través de zonas de luz y sombra, una ilusión que ha devenido en narrativa. La
abstracción es posible, pero damos por sentado que la relación del fotógrafo
con la vida es directa, que las cosas son como las vemos, que lo que se
fotografía estuvo allí en algún momento. Pero también debemos asumir que hay
una separación entre las cosas y las imágenes de las cosas. La foto. Ahora ella
te mira, ya no hay un espacio que recorrer, ahora está todo enmarcado,
trasladado a otro sitio. Creemos que miramos y es cierto. Pero algo más nos
llama la atención y pensamos que eso no estaba ahí antes, hace que tengamos que
mirar dos veces.
EL TIEMPO
Me gustaría que quienes ven mis fotografías se
sintieran igual que cuando leen dos veces un verso.
Robert Frank.
Pero el concepto
fundamental en el que se reúne todo es el tiempo. Si hemos visto cómo la visita
al lugar arqueológico es una experiencia y un recorrido que se convierte en
arte si queremos o tenemos esa intención, entonces estamos hablando de
construir en el tiempo. Registrar fotográficamente ese recorrido y los
fenómenos y detalles que lo rodean lleva a proponer a uno mismo y al espectador
la recuperación de esa experiencia y por lo tanto de recuperar el dominio del
tiempo. Pero además, los objetos arqueológicos y los fotográficos condensan en
una imagen la memoria apropiada, la experiencia recuperada, el pasado acumulado
y el presente del objeto y su fotografía. En la imagen se unen en un solo plano
el creador, lo representado y el espectador.
Las fotografías de José
Carlos Ñíguez, lejos de ser tiempo congelado, están llenas de tiempo, son
momentos de larga duración, identificadas con el tiempo de las piedras, de la
arqueología. De una manera similar a esculpir en el tiempo, y salvando la
aparente, solo aparente incongruencia de hablar del tiempo en una imagen fija,
éste existe en el proceso de la mirada y en los relatos que subyacen, y menos
en el instante fotográfico. Es un fluir lento como el tiempo de la poesía, que
queda escondida para volver a aparecer cuando el libro se abre de nuevo u otros
papeles desaparecen de encima, igual que cuando la tierra descubre la ruina que
hacemos aparecer de los escombros. Entonces el visitante camina fascinado por
la imagen de lo que queda, siguiendo en sus pasos la mirada del fotógrafo que descubre
la mirada oculta de las cosas y la fotografía se convierta en una manera de
modelar el tiempo.
Tan cerca, tan despacio...
© José Carlos Ñíguez
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