viernes, 23 de enero de 2015

COMO RICHARD LONG









Túmulo en el campo de Cartagena.




      A veces creo ser Richard Long recorriendo este paisaje, recorriendo un paisaje neblinoso, húmedo, recogiendo y plantando esas piedras hasta que se acabe el día. Empecé temprano, siempre se empieza temprano, sea la hora que sea, cuando por fin estás despierto. Subes siguiendo marcas o sendas y te das cuenta de que nada es nuevo, de que eres un imitador de aquellos que dibujaron en el suelo la línea que haces caminando, para que no se borre. Una búsqueda que hoy sí sabes dónde te va a llevar; así que lo que busques no estará en lo repetido, sino en la conciencia del tiempo.

    Ya sabes la teoría: repito el paseo, viviendo a los paseantes, tanto da ser Thoreau como Walser, Long o Fulton, me sumerjo en un paisaje caminando, las piedras, los hitos en sí no importan, importan los actos que te relacionan en igualdad a todas las partes. Y el espacio entre las cosas. Como el espacio entre las palabras que nombran la realidad, el espacio entre las piedras y el espacio que invado y me sumerge. Así que recorrido, todo es paisaje, desde mi casa a vosotros que me rodeáis, la carpeta de fotos de familia, la caja de galletas. Estoy en esas cosas y a la vez soy lo otro. En esas cualidades tan indispensables a los poetas, la inclusión y la alteridad.[1]

     Y tanto da ser Long en el Pirineo o cualquiera en una ciudad, ¿o es que te pensabas que solo camino por las nubes? Lugar, lugar a cada paso, lugar casa y espacio, lugar paisaje y círculo. Lugar. No eco. Aunque ambos jueguen en el espacio.

     Luego hago un círculo de piedras, algo en principio contrario al trayecto longitudinal, pero que se llena de todo el paisaje alrededor, infinito, inmenso. Soy en su centro  tan importante o tan poco como lo que vuelco en cada objeto, en cada visión que tengo de ti, en cada soplo.

     Dudo que sirva de algo a alguien más. Camino y no hay nadie que me observe, desechado el posible valor de la performance, dejando atrás una instalación para nadie. Nadie repetirá mi obra. Ya sé eso de que la acción y mis pensamientos influirán en alguien, en algo, que me puedo sentir rizoma y valioso, pero no me lo creo. Ya sé que como yo me vea me verán los otros, pero como yo veo no sé si soy capaz de contarlo.

     De cada viaje recojo piedras, cosas que se cargan de paisaje, de recorrido, de memoria. Cuando vuelvo monto con ellas un círculo sobre la mesa, casi perfecto. Imagen de aquel que dejé en la montaña, ése que no vas a ver. Conténtate con que lo cuente, con que te hable como tú me hablas de tus pequeños objetos. Conténtate con mirar mis piedras, mis semillas.

     Cuando acabe, meteré las piedras en una caja de madera, un embalaje cúbico, guardado en un almacén. Con otras. Con instrucciones estrictas y minuciosas para montarlo de nuevo, planos detallados, fotos del camino, de las piedras, cada pieza numerada por si alguien puede estar interesado en montar un círculo de piedras descargadas de paisaje y sin recorrido. Como si eso sirviera de algo. Una biblioteca sin libros y sin palabras.

     Y sigo pensando como Richard Long que el círculo es perfecto, pero tan imperfecto en el museo… No le sienta bien a las piedras, no le queda bien un museo alrededor.

     No hay lugar.





[1]Y he aquí que otro gran poeta de poetas, Fernando Pessoa, tituló su obra más personal, precisamente, Libro del desasosiego. En sus páginas, Pessoa escribe lo siguiente: «Pertenezco… a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo solo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado». Inclusión y alteridad, pertenencia y desasimiento son cualidades indispensables al quehacer del poeta, y los «grandes espacios» de Pessoa son también los que convienen al género poético que, a diferencia de otros, ocupa tan solo unas cuantas líneas en una página, como Ana Blandiana descubrió a una edad temprana.” (Natalia Carbajosa, 2015)



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