Túmulo en el campo de Cartagena. |
A
veces creo ser Richard Long recorriendo este paisaje, recorriendo un paisaje
neblinoso, húmedo, recogiendo y plantando esas piedras hasta que se acabe el
día. Empecé temprano, siempre se empieza temprano, sea la hora que sea, cuando
por fin estás despierto. Subes siguiendo marcas o sendas y te das cuenta de que
nada es nuevo, de que eres un imitador de aquellos que dibujaron en el suelo la
línea que haces caminando, para que no se borre. Una búsqueda que hoy sí sabes
dónde te va a llevar; así que lo que busques no estará en lo repetido, sino en
la conciencia del tiempo.
Ya
sabes la teoría: repito el paseo, viviendo a los paseantes, tanto da ser
Thoreau como Walser, Long o Fulton, me sumerjo en un paisaje caminando, las
piedras, los hitos en sí no importan, importan los actos que te relacionan en
igualdad a todas las partes. Y el espacio entre las cosas. Como el espacio
entre las palabras que nombran la realidad, el espacio entre las piedras y el
espacio que invado y me sumerge. Así que recorrido, todo es paisaje, desde mi
casa a vosotros que me rodeáis, la carpeta de fotos de familia, la caja de
galletas. Estoy en esas cosas y a la vez soy lo otro. En esas cualidades tan
indispensables a los poetas, la inclusión y la alteridad.[1]
Y
tanto da ser Long en el Pirineo o cualquiera en una ciudad, ¿o es que te
pensabas que solo camino por las nubes? Lugar, lugar a cada paso, lugar casa y
espacio, lugar paisaje y círculo. Lugar. No eco. Aunque ambos jueguen en el
espacio.
Luego
hago un círculo de piedras, algo en principio contrario al trayecto
longitudinal, pero que se llena de todo el paisaje alrededor, infinito, inmenso.
Soy en su centro tan importante o tan
poco como lo que vuelco en cada objeto, en cada visión que tengo de ti, en cada
soplo.
Dudo
que sirva de algo a alguien más. Camino y no hay nadie que me observe,
desechado el posible valor de la performance, dejando atrás una instalación
para nadie. Nadie repetirá mi obra. Ya sé eso de que la acción y mis
pensamientos influirán en alguien, en algo, que me puedo sentir rizoma y
valioso, pero no me lo creo. Ya sé que como yo me vea me verán los otros, pero
como yo veo no sé si soy capaz de contarlo.
De
cada viaje recojo piedras, cosas que se cargan de paisaje, de recorrido, de
memoria. Cuando vuelvo monto con ellas un círculo sobre la mesa, casi perfecto.
Imagen de aquel que dejé en la montaña, ése que no vas a ver. Conténtate con
que lo cuente, con que te hable como tú me hablas de tus pequeños objetos.
Conténtate con mirar mis piedras, mis semillas.
Cuando
acabe, meteré las piedras en una caja de madera, un embalaje cúbico, guardado
en un almacén. Con otras. Con instrucciones estrictas y minuciosas para
montarlo de nuevo, planos detallados, fotos del camino, de las piedras, cada
pieza numerada por si alguien puede estar interesado en montar un círculo de
piedras descargadas de paisaje y sin recorrido. Como si eso sirviera de algo. Una
biblioteca sin libros y sin palabras.
Y
sigo pensando como Richard Long que el círculo es perfecto, pero tan imperfecto
en el museo… No le sienta bien a las piedras, no le queda bien un museo
alrededor.
No
hay lugar.
[1] “Y he aquí que otro gran poeta de poetas, Fernando
Pessoa, tituló su obra más personal, precisamente, Libro del desasosiego.
En sus páginas, Pessoa escribe lo siguiente: «Pertenezco… a aquel género de
hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo
solo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay
al lado». Inclusión y alteridad, pertenencia y desasimiento son cualidades
indispensables al quehacer del poeta, y los «grandes espacios» de Pessoa son
también los que convienen al género poético que, a diferencia de otros, ocupa
tan solo unas cuantas líneas en una página, como Ana Blandiana descubrió a una
edad temprana.” (Natalia Carbajosa, 2015)
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