Juan
Heredia se instala en los andenes de la visión. Como el pasajero que es, lleno
de calma se sienta el tiempo que haga falta, hasta que el motor se escuche y
aparezca más cerca lo que fue otra cosa. Pareciera que sólo confíe en su mirada
y que los dedos le obedezcan llenos de experiencia, pero no es solo eso:
transcribe el texto visible a la grafía de las tintas que se diluyen, todo se
diluye.
Decía
John Berger que “el dibujo y la pintura presuponen otra visión del tiempo”, algo
que nunca alcanza la fotografía, una forma distinta de respirar. El dibujo nos
obliga a detenernos. Sentarse a observar lo que miramos, extender en el tiempo
la mirada, es inhalar unas formas que
nunca coinciden con lo que vimos, algo cambiante, vivir un presente que no
acaba nunca, un recuerdo que convive con lo visible, un pasado que convive con
el presente. Es en esa manera de multiplicar la visión por la suma de
fragmentos sucesivos en lo que insiste Juan, en crear una experiencia vital,
amorosa decía Ezequiel Pérez Plasencia. Plantearnos la necesidad de esta obra
sería como plantearnos la necesidad de lo visible, de mirar y ser mirado. Lo
demás, la elección del paisaje urbano, la buena técnica, la bondad y el
embeleso en lo minucioso, el gusto por el detalle y el proceso, son el propio
Juan Heredia, lo que él mismo es y busca, por lo tanto inexcusables,
inevitables.
Su
mirada convertirá el mundo en unos límites, convertirá ese fragmento en su
mundo durante las horas necesarias. Pero el dibujo acabará integrado por la
suma de mínimos instantes, convertido en una totalidad que lo que
fundamentalmente abarca es el tiempo. No debemos olvidar que lo visual es
momentáneo, fruto de un instante irrepetible, de una colaboración entre el
objeto y el observador, y de la voluntad de ser vistos y de mirar. Los dibujos
no detienen, no congelan como la fotografía -que acaba en un soplo, a
veces sin referencias de quién y cómo; en todo caso retienen la memoria de un
tiempo, del que fue necesario para mirar y realizarlos, y que experimentaremos
de nuevo como espectadores. De nuevo algo vital, que hace que la obra no sea réplica,
sino única por el lapso destinado a mirarla, por su mirada que cada vez nos
devuelve. La imagen dibujada contiene la experiencia de mirar en los dos
sentidos, como una cerámica de celadón que
a pesar de ser objeto siempre nos transmitirá el proceso de su creación, la
huella de las manos que la tocaron, y que a pesar de su perfección siempre nos
dirá que es única e irrepetible, sin réplica, con sus irregularidades y con un
fuego que la vitrifica y vivifica.
Juan
acaba su dibujo cuando las cosas se van de su mirada a su papel. Y entonces las
observa en la lejanía de la memoria, en la línea vaga del dibujo que el agua y
la tinta han ido borrando, en un pasado presente.
Juan,
entonces, no se va, recoge y espera a que llegue otro, en el mismo andén. No en
la visión misma, sino en sus andenes.
Antonio Gómez
Ribelles
Juan Heredia expone en la Galería CHYS de Murcia
del día 15 de marzo hasta el 6 de abril de 2013.
Este texto aparece en el tríptico de la exposición.
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