lunes, 8 de noviembre de 2010

BROCAL




Después de comer recogía y fregaba los platos, barría el comedor y fregaba el suelo de la cocina. La segunda vez en el día. Todavía habría una tercera después de cenar. Años después, él le echo en cara que había roto el suelo de tanto fregarlo, tanta agua y tanto frotar. El uso, el lugar donde más se pisa y se cocina… Cómo no fregarlo, no vamos a tenerlo sucio todo el día. Una vez, una vez al día basta ...

La hora de la siesta buscaba el lugar donde el calor fuera más llevadero. La cochera. El porche no, por las moscas. El sótano tal vez.

Luego, el tiempo pasaba en la cháchara de las vecinas, si venían, o en mirar por la ventana cómo caía el sol, el juego de los niños de la calle o el paso de la gente y de los pájaros. Y en dejar volar la memoria, su mala memoria, si no había palabras. Sentada en una silla próxima  a la ventana miraba a un punto donde se juntaran sus recuerdos, los de su niñez, su hermana muerta tan temprano, su madre muerta, su padre muerto que le habló, ella subida en el brocal de un pozo, “¿Qué vas a hacer?”, y que la hizo bajar.

En el fondo del pozo habitaban la calma y las caracolas.

Ella oyó la voz de su padre muerto, y bajó a la vida que le esperaba, siempre vestida de negro y llena de miedos. Salió de la casa aquella tarde en la que se vio tan sola, tan torpe, tan inútil y desvalida, sin su hermana, sin su padre. Aquella tarde en la que supo que solo valdría para servir en una casa, en la que vio su miedo ante los hombres, en la que supo que su cabeza se atascaba ante cualquier pregunta y no sabía que decir, en la que supo que estaba condenada a su vida.
A una vida que no le gustó.

Y lloró sobre la tierra. 
Y cada lágrima que caía penetraba en ella y se consumía.

Subió al brocal del pozo donde, al fondo, habitarían la calma y las caracolas. Las había visto en las paredes cuando se asomaba, y creía que todas salían de allí. Imaginó su cuerpo cubierto de caracolas que comerían su piel, sus ojos y su vida. ¿Qué vas a hacer? La voz de su padre era de color marrón, con el acento propio del campo. Su padre, el pastor, que hacía lo que había que hacer, no lo que gustara, el hombre duro y sumiso a lo que el destino mandaba. Si hay agua se bebe, si no, no. Si hay tabaco se fuma, y casi nunca había. Se comía pan macizo y duro, y queso hecho con la leche de las cabras, y si hay calor se suda y si frío te lo aguantas.

La voz no era un grito, una riña, era una pregunta. La oyó tan clara que se volvió hacia la puerta de la casa donde no lo vio, ni lo volvió a oír. Pero eso no importaba. Su padre le había hablado, le hacía una pregunta que tenía una respuesta, pero que ya no podía contestar ni cumplir. Bajó. Lloró todavía un tiempo. Esta vez las lágrimas mojaron la falda de su ropa, negra para siempre por un luto que duraría toda su vida, por sus muertos y por ella.

Y la vida no le dio nada más que lo que ella le pidió: un tiempo en el que vivir, un lugar en el que estar y ser útil y en el que nadie le preguntara por ella. Un refugio que le salvara del agujero negro del pozo, del agua oscura y las caracolas que comerían su piel.

Y ahora miraba por la ventana y oía las voces del los niños de la calle que jugaban, ahora que el calor iba bajando con el sol.